lunes, 27 de junio de 2011

Poema LXIV

ELOGIO DE LA LUZ

Qué oculto designio ignoro, qué azar,
qué misterio o qué prodigio, visible
o invisible qué voluntad, qué cúmulo
o sucesión o confluencia feliz,
qué cifra necesaria, qué difícil
equilibrio hizo posible que hoy,
ente sensible, esté yo aquí, criatura
que piensa y que se asombra porque existe.

Tuvo que haber un instante primero
—único, primordial, maravilloso
aunque ajeno al dolor no fuera—,
una primera percepción,
el concebir primero de una imagen
en la mente: la claridad primera
que iluminó mi ser.

Entre este instante
y el último,
en el extremo opuesto de la vida,
¿qué habré sido? me pregunto, después
de todo; y en seguida,
distanciándose
lo justo, me responde,
muy segura y honesta, la razón:
«Un punto breve de luz
habrás sido
luciendo imperceptible
entre la inmensa muchedumbre
que oscuro puebla el firmamento;
destello efímero
para la infinitud
—para la eternidad— donde residen
por siempre, indisolubles,
el tiempo y el espacio».

Sé que ha de haber un instante preciso
en que jamás mi conciencia disponga
de un nuevo instante,
y que entonces, cuando se extinga
hasta el menor rescoldo,
de cuanto fui
no ha de quedar apenas nada:
tan solo ausencia, sempiterna
ausencia y polvo de ceniza.

Me admira, sin embargo,
y me conmueve,
aquí y ahora, constatar
—si, en efecto, es un fuego mágico
y perdurable
que a través de sí mismo en la materia
prende frágil y caduca la vida—
cómo habré sido
chispa que se convierte en débil llama,
llama que en lo interior se nutre,
y poco a poco crece, y se transforma,
y de algún modo siempre permanece
en un perpetuo —más
o menos vivo e inflamado—
afán de subsistencia o plenitud.




Viva llama que recibí un buen día
a condición de arder una vez sólo,
preciosa luz
que por mucho que brille
y se mantenga
en un soplo se apaga para siempre:
tanta fragilidad
y fugacidad tanta
no hacen
sino que se acreciente tu hermosura.



Enero – Mayo de 2005

domingo, 26 de junio de 2011

El poeta como instrumento de la creación

Cada vez que oigo a un artista, ya sea poeta, pintor, novelista, arquitecto, escultor, compositor, etc., calificarse a sí mismo como «creador» no puedo dejar de sentir un poquito de vergüenza ajena; si me paro un momento a analizarlo me parece una impudicia, una falta de rigor filosófico e intelectual, cuando no estúpida presunción, puerilidad, inconsciencia o simple vanidad.