domingo, 26 de julio de 2020

Poema LXXXII

A mi padre.





No importa el tiempo transcurrido.
Seguirás siendo el zagalillo
siempre. En tu mirada, en tu caminar
de hoy mismo, octogenarios,
el andar y la mirada percibo
de aquel zagal, muy niño,
solito entre las peñas,
siguiendo a los borregos
como un cordero más,
con una extraña mezcla
de hombría prematura
e inofensiva,
conmovedora candidez.

Tu andar era el mismo —el de entonces
y el de ahora—, aunque fuese
mucho más segura tu planta,
cuando, más adelante,
mejoraron las cosas
y en los días duros de nieve
no se reblandecían ya
tus pies —cubiertos sólo
con el abrigo humilde
de unos leguis y unos trapos
sobre las míseras albarcas—
ni le echabas carreras a la luna,
si se te hacía tarde
al regresar a casa, y el carea
era leal e inseparable.

Tu mirada era la misma
—por más que estuviese avezada—
cuando pasaste a ser pastor
y te quedaste solo
con el bagaje
de tu experiencia en el manejo
y la custodia del ganado,
en todo momento pendiente
de su bienestar, dispuesto a hacer
cualquier sacrificio, cualquier esfuerzo
—también la vista gorda—
con tal de saciar su apetito.

Si fuera el prodigio posible,
maravilla de poder verte
—oculto entre unas matas,
al amparo de una mole
de granito, detrás
de una encina o, como invisible
espíritu, flotando—
en la dehesa o en el monte,
por veredas, caminos o cañadas,
en el barbecho o en lo que fue sembrado,
estoy seguro que vería
el mismo andar, ligeramente
bamboleante, y el mirar mismo
(chispa, tenue brasa que allá en el fondo
se aviva y luce en tus pupilas),
los cuales, desde que tengo memoria
de ti, recuerdo.

Si es ahora más fatigado
tu caminar —puesto que arrastra
con los achaques y los años—,
no es por diferenciarse más,
estoy seguro,
del ágil movimiento
de tu fornida juventud,
sino por parecerse más
al inocente paso
de aquel zagal, muy niño,
solito entre las peñas,
con unos leguis y unos trapos
sobre las míseras albarcas,
resuelto a ganarle a la luna
en la carrera y demandando
a Guerra, el carea, siquiera
unas migajas
de compañía y amistad.

Seguirás siendo siempre el zagalillo.
Lo percibo en tu andar
octogenario, lo vislumbro
en el frecuente brillo
de tu mirar cansado.

Seguirás siéndolo mañana
y en el postrer aliento,
y mucho más tarde. Seguirás siendo
el zagalillo mientras haya alguien
que te recuerde
o te piense, como yo ahora, siempre.



11 de julio de 2020


  1. NOTA: Como bien puede deducirse de la lectura del poema, mi padre, Serapio Hernández, se inició muy pronto —aún no había cumplido 7 años— en el oficio de pastor, y en ello estuvo hasta el momento de irse a la mili con veintiún años de edad. Yo siempre supe que había sido pastor y alguna cosa me había contado a este respecto, pero no fue hasta que me vi implicado en la publicación del libro El Zagalillo que no adquirí un mayor conocimiento de esa larga e intensa etapa de su vida. Habiéndose impreso y publicado, en efecto, en el año 2003, yo mismo, recientemente, lo he digitalizado con objeto de ampliar su difusión, por expreso deseo de mi padre, que quisiera rescatar del olvido en lo posible una forma de vida que conoció en plenitud y que ha ido sucumbiendo, gradualmente, en aras del progreso, o víctima de ese fenómeno que devora todo lo que de genuino hay en los pueblos y que hemos dado en llamar globalización. Quienquiera que lo desee puede descargar estas «Memorias de mis años de pastor: tal como éramos» de forma completamente gratuita en formato de libro electrónico o en PDF: