UNA TARDE, A LA HORA DE LA SIESTA
Despertar.
Ignorar el día y la hora,
quién soy y dónde estoy, por un instante,
hasta tomar conciencia y advertir
el pulso recobrado de la vida
que, con su esencial bagaje,
al punto que me informa
me define y me limita.
Atónito el ocupante
de la torre, Segismundo,
o el más que improbable,
repelente, aunque humano y compasible,
ortóptero kafkiano
se revelan
no mito ya legendario,
ni delirio extravagante
o insólito,
sino exacto paradigma
y verosímil
en virtud de esta porción
brevísima del tiempo
en que he vivido
consciente pero al margen de mi ser.
¿Qué hubiera sido
si al traspasar la linde
enigmática del sueño
la densa niebla
se hubiera resuelto
hacia un extraño
impredecible puerto?
Y ¿qué más da, si la Fortuna
ya nos mueve, implacable, en la vigilia
mientras gira ordenando con su rueda
cuantos quiere reveses y mudanzas?
Lamentaría
dejar al que ahora soy
por despertar o no en algún otro
si ello implica
que no he de ver
o recordar
todas las cosas
a través del cristal mismo,
único y distinto,
aunque cambiante,
con que, vivo, el pensamiento
alumbra mi memoria y mi mirada.
Sentiría no recordar
que un antes hubo y un después:
a una nueva vida
con dolor haber nacido
y ser en mi interior un hombre nuevo,
luego que, caprichoso, un joven
dios me tocara con sus alas.
Y, al cabo, si es preciso
que ello ocurra
y que sea sin memoria
el viaje y sin retorno,
aún le queda
un humilde y glorioso consuelo a mi persona:
en el último lúcido instante
—el cual siempre será— de la conciencia
ver la luz
si es que muero enamorado.
Febrero - Abril de 2002