A Mónica, en un día muy especial.
Afirmo que el amor nos hace más libres, y no me cabe la menor duda. Con ello no quiero decir que el amor carezca de ataduras o que nos inmunice contra toda servidumbre permitiéndonos disfrutar de la libertad más absoluta. Esto no puede ser cierto. La libertad, como la felicidad, la fe, la amistad y otros términos similares, para que pasen de ser meras abstracciones deben relativizarse, es decir, ponerse en relación con un sujeto preciso y sus circunstancias, y así, por la sola razón de que todo lo humano es perfectible y está sometido a las más variadas contingencias y necesidades, siempre habrá un límite impuesto a nuestra libertad. La libertad perfecta y sin mácula sólo cabe atribuirla a espíritus que vaguen por el éter sin ninguna sujeción a la materia, o a las ideas —seres ideales— que vivan y se desarrollen en el particular mundo que una mente crea. Nada más.
Así pues, si el amor nos sujeta a la persona amada, si tal vínculo nos exige fidelidad, comprensión, sacrificio, compromiso, etc., su radical capacidad manumisora consiste en liberarnos, por otro lado, de otras poderosas y, a mi modo de ver, mucho más perjudiciales servidumbres. Me refiero, singularmente, a las pasiones y deseos que comúnmente entorpecen y arrastran a nuestro espíritu.
La relación sexual sin amor es como el hambre o la sed. Se trata de satisfacerlas, pero nunca llegan a producir un resultado noble; en cambio, gracias al Amor la diosa hace brotar la amistad y la unión íntima, eliminando la sensación de hastío.1
Efectivamente, cuando dos personas verdaderamente se aman de sus relaciones íntimas desaparece el hastío, y, a la inversa, cuando en la relación íntima entre dos personas aparece el hastío es porque quien se ha ido es el amor. Ante los atractivos de un amor nuevo, como ante un exquisito manjar, resulta lógico que la naturaleza sucumba, pero, así como el paladar se acostumbra al más delicioso plato y a la tercera o cuarta vez, tomado de seguido, ya cansa, del mismo modo, los encantos de un cuerpo, por muy seductor y exuberante que nos parezca, se acaban agotando; nos habituamos, la novedad se vuelve rutina y todo nuestro ser pide nuevas sensaciones, el descubrimiento de un nuevo cuerpo con distinto rostro que sacie, por fin, nuestra concupiscencia. Pero nunca sucede. Ansia inútil en donde el deseo es como un saco sin fondo que jamás llega a colmarse.
Sin embargo, un amor pleno no se nutre únicamente de realidades externas ni se satisface con hermosas y voluptuosas apariencias. Vive en lo interior y se produce como una corriente que abastece mutuamente a la pareja. Mientras dicha corriente fluye la satisfacción no cesa, la familiaridad no cansa y, naturalmente, el placer no empalaga.
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