El amor, en principio, todos podemos convenir en que es algo bastante irreal. No quiero decir que la persona que esté enamorada perciba su amor como irreal; antes al contrario, ese amor, más bien, tiende a convertirse para ella en la única realidad, lo único que de veras importa, aquello que acapara su atención y ocupa mayormente su pensamiento, lo que al despertarse cada mañana le mueve y anima y da sentido a la propia existencia. Y es lógico, porque, mientras exista como posibilidad, ¿cómo dejar de creer en la realidad de algo que nos entusiasma y que, de algún modo, sentimos que nos está dando la vida? Quizá fuera más apropiado afirmar, entonces, que el amor es algo que trasciende y por momentos nos hace olvidar la realidad más común, elevándonos sobre lo que pueda haber de sórdido, vulgar y rutinario en nuestras vidas, para llevarnos a transitar por regiones de la más pura idealidad. Si quisiéramos afinar un poco más e irnos aproximando a lo que en verdad es, deberíamos definirlo como un sentimiento que se nutre principalmente de ilusión: el amor es, básicamente y ante todo, una ilusión; por el modo en que aceptamos ciegamente lo que la imaginación nos sugiere, espoleada por el deseo y con la complicidad de los sentidos puestos a nuestro servicio, de manera espontánea y selectiva, para el mantenimiento y conservación de nuestra dicha amorosa; por la infinita fe y la esperanza que ponemos en la verdad de nuestro amor, en su singularidad y, muy especialmente, en su durabilidad (todo amante honesto y sincero cree que será para siempre); finalmente, por la complacencia, desinterés y benignidad con que miramos a la persona amada, pasando por alto cualquier defecto y haciendo que nos parezca hermoso lo que acaso para nadie más lo es.
Esta actitud vital, el enamoramiento capaz de apoderarse hasta tal punto de nuestra imaginación y de nuestros sentidos, podrá durar, en la práctica, unas horas o cuestión de minutos, días, semanas, meses, varios años (hasta aquí lo que, por la propia naturaleza del amor, resulta menos insólito), el espacio de una vida o, incluso siquiera como idea romántica o simple hipótesis de trabajo, toda la eternidad, pero siempre, indefectiblemente, gracias a esa ilusión que, como un espejismo constantemente renovado (la ilusión que no se renueva, muere), alimenta día a día nuestras ansias, y cuyo objeto, en rigor y objetivamente (valga la redundancia), acaso no exista, pero que de un modo subjetivo, mientras dicha ilusión se mantenga, es capaz de proporcionarnos la mayor felicidad. Esto último, por supuesto, siempre y cuando se trate de un amor felizmente correspondido.
Cuando comprendemos que no existe esa correspondencia o que nuestras esperanzas y expectativas de unión o vida en común eran del todo vanas, porque se interpone algún impedimento que juzgamos insalvable, en fin, cuando, por el motivo que sea, consideramos inviable una relación amorosa, de pronto, el mundo parece que se desmorona apenas podemos concebirlo sin la persona amada y, como no podía ser de otro modo, caemos presa del pesimismo y la desesperanza, y sufrimos la pérdida o la ausencia en la misma medida en que es grande nuestro amor. Todo lo cual no implica necesariamente que la ilusión desaparezca, sino que no creemos en su posible cumplimiento; lo que nos duele en lo más íntimo es el hecho de no poder proyectarla, como realidad tangible o perfectamente verificable, hacia un futuro más o menos próximo; puede seguir existiendo, como profundo anhelo, más o menos latente, pero ya no contamos con su logro o consecución. De ahí que sea erróneo afirmar que un amor haya acabado hasta que no desaparezca del todo la ilusión, independientemente de que gocemos o no con la posesión de aquel o aquella a quien amamos y de las posibilidades reales de que lo consigamos algún día: el amor, aunque sólo logre proyectarse como un sueño o un imposible, sigue siendo amor. Porque, como bien apunta Pedro Salinas, inmenso en su lucidez de poeta enamorado, el final, la verdadera ruptura o separación de los amantes se produce interiormente a veces de un modo casi imperceptible, no depende de lo que nos hagan o de lo que hagamos, sino de lo que sintamos, está ligada al sentimiento antes que a la propia voluntad o a las circunstancias:
Ni en el llegar, ni en el hallazgo
tiene el amor su cima:
es en la resistencia a separarse
en donde se le siente,
desnudo, altísimo, temblando.
Y la separación no es el momento
cuando brazos, o voces,
se despiden con señas materiales.
Es de antes, de después1.
Así pues, no es verdad que una relación amorosa pierda todo su sentido cuando deja de ser posible físicamente; en todo caso perderá su sentido como medio útil para traer al mundo a un nuevo ser de carne y hueso capaz de perpetuarse y de perpetuarnos, claro que, para que se dé este mismo resultado, como es bien notorio, no es imprescindible que haya amor: una mujer puede concebir aun cuando haya sido forzada; por otro lado, ni siquiera es imprescindible que haya sexo: las modernas técnicas de inseminación «in vitro» no requieren, como colaboración necesaria, ni de la presencia de varón; asimismo, el amor homosexual, por definición, carece de fruto y, sin embargo, al margen de todo prejuicio, no se le puede negar su condición amorosa. El amor, por consiguiente, aparte de ser un enorme estímulo para la reproducción, se basta a sí mismo, y para cada persona tendrá el sentido que ella quiera darle; otra cosa es el grado de satisfacción que se alcance en cada caso, lo cual, además de tratarse de algo muy personal, nunca ha impedido que progrese el verdadero amor. De hecho, todos los grandes amores que en el mundo han sido, si nos fiamos de aquellos que se han hecho célebres gracias a la tradición histórica o a la ficción literaria, no se caracterizan, generalmente, por la facilidad, prontitud y felicidad con que se han visto culminados, y, aun en el supuesto de que así ocurra, no es esta circunstancia lo que les hace grandes y dignos de permanecer en el recuerdo; por eso, en todo asunto amoroso, cuando se llega al «y fueron felices y comieron perdices» significa siempre el final del cuento, aquella parte que se sobrentiende, de la que se prescinde como de cosa sabida y carente de interés (para todos, excepto para los propios interesados, obviamente).
Yo estoy persuadido de la nobleza, bondad y belleza de todo amor, de modo que si en alguno, aparentemente, no se cumplen estas condiciones, seguramente sea porque conlleve algo muy distinto y aun opuesto, por más que pueda estar emparentado, ya que hablamos de un sentimiento que rara vez se presenta puro y sin mezcla (ocurre como con los metales, que se estima más precioso el más raro y escaso, y el de mayor pureza), y es mucho lo que, sin serlo, ordinariamente se confunde con el amor. Por otra parte, su capacidad para dotar de emoción, sentido e intensidad a nuestras vidas, unido a su aptitud gracias a las tres cualidades arriba mencionadas para hacernos mejores (si no nos dejamos arrastrar por sentimientos ajenos a la verdadera esencia del amor), lo convierten, en mi opinión, en un bien del que no debiéramos prescindir nunca: sólo lamentar los instantes de nuestra vida en que nos vemos obligados a pasar sin él. Es por ello que no debemos renunciar del todo a un amor ni cuando éste «acabe», porque siempre habrá un lugar para el recuerdo («siempre nos quedará París», que diría Bogart) y porque, aun en el supuesto de que la persona en cuestión no sea digna de ese amor, aunque nos traicionen, aunque no nos amen, la pervivencia de nuestro amor será un signo de su calidad, la prueba de que era auténtico y desinteresado, porque, al igual que el beneficio que se otorga a cambio de otra cosa no es dádiva sino comercio, el amor que no se mantiene si no es correspondido o en la lejanía dista mucho del verdadero amor. Si somos víctimas de deslealtad o no nos quieren, siempre podemos hacernos a la idea de que esa persona ingrata o desleal o sólo indiferente ha muerto: para preservar nuestro amor no tenemos por qué humillarnos o comportarnos de un modo indigno ante quien nos desprecia. Aunque veamos a ese alguien, aunque se dirija a nosotros, lo mejor que podemos hacer es afectar indiferencia o, sencillamente, ignorarlo, y, al mismo tiempo, para evitar el rencor, decirnos que no es, que no puede ser aquel o aquella a quien amamos, que esa persona existió, acaso, en nuestra imaginación únicamente... Conservaremos, por tanto, si nos place, su imagen toda la vida como guardamos la imagen de un difunto: siquiera en un rinconcito de nuestro corazón.
- Pedro salinas, Razón de amor, Alianza Editorial, Libro de bolsillo 1434, Pág. 27.↑
12 comentarios:
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Amigo Don Carlos Hernández, Chacien,
Hace Vd. una exégesis del Amor, digna de los grandes filósofos. Puedo remitirme a Platón, que Vd. conoce perfectamente. Puedo citar a San Juan de la Cruz, que es su favorito, y me parece a mí que ésa es fundamentalmente la línea de su pensamiento, línea que no es la mía. No me puedo remitir a Ovidio en su Ars amandi, porque Ovidio, más que de amor, de lo que habla es de erotismo y sexo. Tampoco puedo remitirme a Ortega y Gasset, para quien el Amor es una especie de locura transitoria y pasajera. Pueden consultarse sus
Ortega y Gasset: Estudios sobre el amor
Puedo remitirme a Eduard Spranger, que en
Eduard Spranger: PSICOLOGÍA DE LA EDAD JUVENIL
hace un estudio más que profundo de la diferenciación entre amor y sexo y eleva el sentimiento del Amor a la categoría del Espíritu. Es un libro de los buenos.
Puedo remitirme a
Erich Fromm: El Arte de Amar
quien, desde el punto de vista del Psicólogo, hace un buen estudio de las diferentes clases de amor que pueden darse. Es un libro breve, pero juicioso.
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No puedo estar de acuerdo con lo que Vd. dice, de que, cuando se ha acabado la correspondencia del amor, éste debe continuar en nosotros. Es ésta una forma de ser y de pensar muy cristiana, el dar sin esperar recibir nada a cambio. Me parece a mí que esta forma de pensar va, en su esencia, contra el Instinto más legítimo, que es el de la supervivencia del individuo.
Claro, no es lo mismo que a uno se le muera un ser querido, lo que es un proceso natural y previsible, que el hecho de que un amor no correspondido pueda y tenga que desaparecer. Me parece a mí que, ante un amor no correspondido, ante un amor muerto, no puede ni debe, quedar ni siquiera el recuerdo. La supervivencia no obliga a que lo que ya no existe, lo consideramos como existente. Puede darse el caso de que ese amor nunca haya sido correspondido, y hemos sido nosotros, en nuestra ceguera y locura, los que hemos creído que alguna vez lo fue. Como la mejor forma de curación es el reconocimiento de la Realidad, en estos casos, creo yo, lo mejor es situarse en la Realidad, y reconocer que nunca existió lo que no existió.
Aquí está el párrafo suyo, del que discrepo profundamente, pero que respeto en su totalidad.
Es por ello que no debemos renunciar del todo a un amor ni cuando éste «acabe», porque siempre habrá un lugar para el recuerdo («siempre nos quedará París», que diría Bogart) y porque, aun en el supuesto de que la persona en cuestión no sea digna de ese amor, aunque nos traicionen, aunque no nos amen, la pervivencia de nuestro amor será un signo de su calidad, la prueba de que era auténtico y desinteresado, porque, al igual que el beneficio que se otorga a cambio de otra cosa no es dádiva sino comercio, el amor que no se mantiene si no es correspondido —o en la lejanía— dista mucho del verdadero amor. Si somos víctimas de deslealtad o no nos quieren, siempre podemos hacernos a la idea de que esa persona ingrata o desleal —o sólo indiferente— ha muerto: para preservar nuestro amor no tenemos por qué humillarnos o comportarnos de un modo indigno ante quien nos desprecia..
Le envío mi Felicitación más que sincera por la calidad de este texto, aunque no lo comparta en su totalidad, y, al tiempo que le expreso también mi admiración, le envío un gran abrazo,
Antonio
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Me alegra comprobar que le ha interesado el tema, amigo Antonio; en primer lugar por la prontitud con que ha realizado su comentario, y, luego, por la calidad del mismo y su mucha sustancia; se nota que apenas ha tenido que improvisar, al ser algo que de antemano tenía muy meditado.
De las obras que menciona sólo he leído a Ovidio y a Ortega y Gasset. Respecto al primero, he de decir, aunque le parezca contradictorio, que admiro su Ars amandi y que lo considero como una especie de "Biblia" del arte de seducir; me parece una obra llena de verdad de la cual se pueden extraer multitud de enseñanzas sobre la práctica y la psicología del erotismo, sin descartar connotaciones filosóficas. Del segundo he de decir que comparto su tesis racionalista, que me parece auténtica y en modo alguno incompatible con lo expuesto en el post, porque, al igual que con el erotismo de Ovidio, se trataría de la observación de distintas facetas, es decir, de la visión de un mismo fenómeno desde diferentes ángulos o puntos de vista: se puede amar el alma o la parte espiritual una persona y también su cuerpo, de hecho, una cosa no excluye a la otra; y, en cuanto a lo de que el amor sea una locura más o menos transitoria, no veo que sea tanta la diferencia si cambiamos la palabra locura por ilusión: en ambos casos se trataría de una confusión de la realidad, pero, ¿qué es la realidad? y ¿quién es cuerdo y quién es loco?, ¿el que se sale de lo comúnmente establecido? Pues sí, un enamorado es loco o está absurdamente ilusionado porque cree y ve cosas que nadie cree ni ve más que él.
Tomo nota de los otros dos autores para, en un futuro indeterminado, intentar valorar sus respectivas visiones sobre el amor.
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No le entiendo, amigo Antonio, cuando dice que "no es lo mismo que a uno se le muera un ser querido", ¿es que, cuando amas a alguien con toda tu alma y con todo tu cuerpo, ese alguien no es un ser querido? ¿Dónde está, en su opinión, el límite que define quién es un ser querido? Por otro lado, le felicito por esa capacidad que usted tiene, que a mí me parece asombrosa, para decidir a quién quiere y a quién no, para decir: pues bien, yo quiero a mengana y, como ella no me quiere, como es una sinvergüenza redomada o no es capaz de apreciar mis bellas cualidades, pues a partir de hoy dejo de quererla; como cuando en el colegio un compañero no hacía lo que le pedíamos y poníamos cara de muy mala uva y le espetábamos: "ya no te ajunto".
¿Realmente cree usted que es tan fácil? En esta vida o se ama o no se ama, y el amor (le recuerdo aquí a Salinas), por suerte o por desgracia, no es algo que dependa de nuestra voluntad, uno ama a pesar de; conoce, a su pesar, el significado del ni contigo ni sin ti, sabe que no debía de... y sin embargo....
Parece probado que Dante Alighieri sólo vio en contadas ocasiones a su amada Beatriz, creo recordar que, según se dice, habló con ella una vez sólo y, no obstante, la amó hasta lo indecible, hasta el punto de seguir amándola después de muerta; lo mismo le ocurrió a Petrarca con su Laura. Entonces, según usted, el amor de ambos poetas, como no correspondido, habría tenido que desaparecer; no pudo, ni debió quedar ni siquiera en el recuerdo. Qué lástima (para ellos) que no fuesen capaces de reconocer la realidad. Afortunadamente (para nosotros), de su locura nos quedan un par de bagatelas: un Cancionero y una Divina Comedia, que aún no han sido superadas, que como obras literarias no tienen parangón.
Me viene a la mente una cita de Cortazar, entresacada de su Rayuela: "Lo que mucha gente llama amar consiste en elegir a una mujer y casarse con ella. La eligen, te lo juro, los he visto. Como si se pudiese elegir en el amor, como si no fuera un rayo que te parte los huesos y te deja estaqueado en mitad del patio".
Tenga en cuenta que cuando digo que no debemos renunciar del todo a un amor ni cuando éste «acabe» el verbo va entrecomillado, y no de un modo casual: con ello he querido dar a entender que se trataría de un amor acabado, sí, en cuanto a sus posibilidades de realización, pero vivo aún en el interior de la persona. Lo que yo propongo sería, por tanto, en mi humilde opinión, la mejor solución, la más llevadera, la menos traumática, para sobrellevar esa situación en que la ruptura, por la razón que sea, parece algo definitivo, pero en donde seguimos amando, aunque sea a pesar nuestro. ¿Qué hacer entonces, si amamos mucho y sin fruto? ¿Caer en la mayor desesperación y acabar con nuestro sufrimiento al estilo del romántico Larra? ¿Entrar en una dinámica de resentimiento y amargura? ¿Dejar de creer en el amor y empezar una vida de disipación y degradación de nuestra persona? La cuestión es que un amor no correspondido no siempre equivale a un amor muerto, como usted dice, y, puestos en la tesitura de no poder dejar de amar, ¿no es mejor convencernos de que lo muerto para nosotros sea esa persona que acaso no merece nuestro amor? ¿Por qué habríamos de renegar de algo que, por la parte que nos toca, ha sido noble, bueno y bello?
Esta claro que mantenemos posturas diferentes sobre un tema que es complejo, lo cual no impide que nos respetemos y tengamos en consideración nuestras opiniones respectivas. Me gusta que haya querido entrar en el debate y se lo agradezco sinceramente: sus objeciones me han parecido muy oportunas. Disculpe, por otra parte, si en algo me he excedido.
Un fuerte abrazo de amistad.
Amigo Don Carlos, Chacien,
Estoy prácticamente de acuerdo con todo lo que Vd. argumenta, y, en el fondo, creo que pensamos casi igual, porque del todo, además de ser imposible, conllevaría que perdemos nuestra propia individualidad. Leer lo que Vd. escribe ha sido un gran aprendizaje para mí, y tengo la esperanza y el deseo de que estos debates se repitan de cuando en cuando. Codearse con un hombre de la categoría de Vd. es para mí una buena fórmula de relajación, al tiempo que un gran placer.
Quisiera hacer una explicación del valor que le he dado al término ser querido. Cuando lo he utilizado, quizá de forma indebida, y poco normativa, me he referido a los que por naturaleza y consanguinidad les debemos amor, como pueden ser los padres, los hijos, los abuelos, las abuelas, pero en ellos no incluyo a quienes han accedido a nuestra vida de forma voluntaria y no determinada por la Naturaleza, como pueden serlo las esposas, los esposos, los amantes y las amantes.
Tengo la intención de publicar, en fechas próximas, en mi blog una breve exégesis de su texto, seguida del comentario que yo hice, y del que Vd. ha hecho. Me da la impresión de que podría ser un buen texto en conjunto. Estoy pendiente, para ello, de su aquiescencia y su conformidad.
Le envío un gran abrazo,
Antonio
Como llegara a leer este último comentario su "querida", Ana, no estoy seguro, amigo Antonio, de que le fuera a hacer mucha gracia eso de que no considere un "ser querido" a la esposa. Imagínese que un día cualquiera se encuentra por la calle a un amigo, el cual, por la dolorosa expresión de su rostro y el tono al hablar, revela una gran pesadumbre, y usted le pregunta: "¿Qué te ocurre, fulano, es que se te ha muerto alguien?" y él le responde: "No, qué va, la que se ha muerto es mi esposa, si estoy así es sólo por nuestros hijos, porque sé que están pasando un mal trago y la van a echar mucho de menos".
Por otro lado, uno ve casos tan a menudo de consanguíneos que no se hablan, que viven enfrentados por los motivos más mezquinos que pueda uno imaginarse (generalmente cosas de herencias e intereses materiales), que me hace dudar de sus amores respectivos. Caín y Abel eran hermanos, Nerón era hijo de Agripina y, como se especuló hace algún tiempo en su propio espacio, no se descarta la posibilidad de que Bruto tuviera el mismo parentesco con César.
Me siento muy honrado con su propuesta de realizar una breve exégesis de mi texto y aderezarla con nuestros respectivos comentarios. No obstante, ya me conoce: si en algo no estuviera conforme no dudaría en expresarlo, por hacer honor a la verdad y debido a cierta inclinación natural que me impulsa a no rehuir la controversia y el debate.
Por cierto, ya he incluido el maravilloso texto de Ovidio sobre la metamorfosis de Mirra en la entrada correspondiente: después de unas pequeñas modificaciones he conseguido adaptarlo al propio texto del post, en vez de añadirlo en nota al pie, lo cual me satisface mucho por lo que tiene de enriquecedor.
Un saludo muy especial, y gracias por todo.
Amigo Don Carlos,
Me ha metido Vd. en un aprieto y voy a intentar salir indemne de él de la mejor forma que sé. Veamos. Los filólogos, y también los psicólogos, hacen una distinción, en Castellano, entre querer y amar. Querer [Del Latín quaerĕre, tratar de obtener].es un acto de la voluntad: uno quiere porque lo decide, y amar [Del Latín amare, amar] es un sentimiento, algo que nos viene impuesto: uno ama aunque entienda que no debería amar, si la Razón le dice que ese amor es inmerecido. Uno puede, a voluntad, dejar de querer, pero no de amar. Fíjese que en Catalán tenemos el término estimar [Del Latín aestimare, valorar] con el significado de querer y amar. Es como si el inconsciente dijera: Como vales mucho, por eso te quiero y te amo. Eso no sería un sentimiento, sino un acto de la voluntad.
Lo que pasa es que utilizamos coloquialmente ambos términos, sin entrar en el significado originario de las palabras. Las relaciones consanguíneas, sobretodo las de primer grado, nos vienen impuestas de forma natural, de forma instintiva, y en este sentido son eternas. Los Amores a los que uno accede en la vida son sentimientos que nacen en nosotros, provocados por el asombro ante la otra persona. Si ese asombro deja de existir, el Amor desaparece, cosa que no pasa con los otros, los consanguíneos. El que es nuestro padre, pongamos por caso, lo será siempre, independiente de su comportamiento, y ese sentimiento no acaba con la muerte. El Amor que ha sido provocado por la admiración ante la otra persona puede cesar, si esa persona deja ya de ser nuestro objeto de admiración.
Me ha hecho mucha gracia la mención que hace Vd. de mi querida Ana. Puedo asegurarle que lo será de por vida y no hay, por ahora, circunstancia alguna que incite a pensar otra cosa. Si ella lee estos textos, se dará cuenta de que son disertaciones filosóficas, que no tienen por qué coincidir con la Realidad de cada día.
No sé si he aclarado algo, o si he complicado más las cosas con este comentario, pero pienso que algún interés tiene.
No sé por qué, pero la palabra Querida sólo la aplico antes del nombre de mujeres, nunca de hombres, salvo los consanguíneos. En este sentido, Vd. es mi Querido amigo, pero nunca le diré mi Querido Carlos, aunque sí mi Estimado Carlos.
Le envío, amigo mío, un gran abrazo,
Antonio
Estimo como muy aguda y pertinente la distinción que usted hace entre los términos querer y amar. La segunda acepción que da la RAE al termino querer identifica plenamente el significado de dicho verbo con "amar". Esta es la significación, como usted bien sabe, que yo he pretendido darle al término querer a raíz de que usted trajera a colación lo de los seres queridos; porque, si se fija, en el post sólo utilizo el término con esta precisa acepción una vez, cuando digo: "Si somos víctimas de deslealtad o no nos quieren...", lo cual resulta, en mi opinión, bastante idóneo, de acuerdo con su propio razonamiento, porque se trata de una frase condicional que incluiría la actitud de quien nos rechaza, independientemente de dónde proceda dicho rechazo, ya sea del sentimiento o de la voluntad. No obstante, le doy toda la razón, reconozco una mayor propiedad y un mayor rigor etimológico en el uso del verbo amar en todo lo que se refiera al amor; es más, al pronunciar cualquier forma de este verbo siento una más emotiva resonancia, una mayor plenitud connotativa, cierto regusto en el entendimiento que me la hace ver como más satisfactoria y agradable. Es algo que suelo tener muy en cuenta; yo distingo perfectamente el diverso valor etimológico de ambas palabras, he meditado ampliamente sobre ello, y, por consiguiente, cuando utilizo una u otra suele ser por alguna razón, aunque en el momento de hacerlo no me ande parando a analizarlo.
Uno de mis recursos dialécticos preferidos es volver el propio argumento del oponente (y en este caso amigo) contra él mismo, así que lo de traer a colación a su querida Ana ha sido una añagaza levemente maliciosa de la que, al parecer, ambos hemos extraído un gusto considerable, por lo cual me felicito y le felicito.
Un gran abrazo, amigo Antonio.
Cuánto se aprende aquí ufff... clases magistrales.
Me alegraría, aunque sólo fuera por ese motivo, porque confíes siquiera en aprender algo, que no dejaras de pasarte por aquí en un futuro. Te he echado de menos después del entusiasmo que mostraste en un principio, me preguntaba qué te habría pasado.
En cualquier caso, sé bienvenida nuevamente y no dudes que se te aprecia.
Al final de un amor me doy cuenta que va ser imposible olvidar. Entonces convivo con lo que fue y a sabiendas que puedo seguir amando a un nuevo ser. La capacidad de seguir amando es importante a pesar de los amores pasados.
Precisa síntesis de todo lo expuesto en este post que, sin dudar, suscribo.
La concisión con que acabas de expresarlo hace que me pregunte si yo no habré derrochado demasiadas palabras; aunque, en mi descargo, diré que el puro placer de hacerlo y un cierto afán de introducir diversos matices me ha movido a extenderme como lo he hecho.
Gracias, David, por tu comentario.
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