Cada vez que oigo a un artista, ya sea poeta, pintor, novelista, arquitecto, escultor, compositor, etc., calificarse a sí mismo como «creador» no puedo dejar de sentir un poquito de vergüenza ajena; si me paro un momento a analizarlo me parece una impudicia, una falta de rigor filosófico e intelectual, cuando no estúpida presunción, puerilidad, inconsciencia o simple vanidad. Y no es que la cosa sea como para rasgarse las vestiduras, tampoco hay que dramatizar, pues, según el diccionario de la RAE, creador es aquel «que crea, establece o funda algo» y pone como muestra, entre otras, las expresiones «poeta» y «artista», lo cual probaría que, en términos académicos, no es una incorrección utilizar la palabra «creador» para referirse a una persona de este linaje. El despropósito ocurre, en mi opinión, cuando es uno mismo el que se aplica ostentosamente el calificativo o el que lo acepta sin experimentar un mínimo pudor.
Visto desde fuera, el oficio de poeta o escritor, de artista en general, tiene un gran poder de seducción; ciertamente parece como si con las manos forjáramos de la nada nuestras obras para hacerles un hueco en la realidad, nuestras ideas adquieren formas y contornos definidos, pueden reconocerse y reproducirse en las mentes de cualquier lector, oyente o espectador y despertar una emoción o generar una impresión de belleza o de verdad. Es el poder del ilusionista, fabricamos ilusión, tomando, eso sí, los materiales del fondo de nuestra conciencia o de nuestra propia experiencia, a menudo con dolor, siempre con honestidad, si somos auténticos, y con tales materiales moldeamos nuestro espíritu o el de todo aquello que nos rodea y se lo ofrecemos a quien lo sepa y lo quiera apreciar. Es normal, por tanto, que las personas que disfrutan con nuestro trabajo, que se deleitan con lo que hacemos, se rindan ante nuestra habilidad, se admiren de nuestra capacidad de inventiva (del latín invenire, «encontrar»), se sientan cautivadas y caigan en la tentación de atribuirnos cualidades más allá de lo que presupone nuestra simple humanidad. La poesía, la literatura y las bellas artes gozan de un generalizado prestigio en la sociedad moderna y, en los países más desarrollados, el acceso universal a la cultura contribuye a reforzar la consideración hacia los artífices y representantes de la misma; todo esto está muy bien, a nadie le amarga un dulce ni le viene mal un poquito de estimación y el apoyo incondicional hacia aquello que es el fruto personal de la pasión y del esfuerzo; que no se rompa el encanto, dejemos a cualquiera creer en el prodigio, que la ilusión no decaiga; pero nosotros, los autores, que sabemos lo que hay en la trastienda y estamos al cabo de lo que se cuece en la marmita, actuemos con prudencia, no seamos ingenuos ni nos engañemos a nosotros mismos con quiméricas pretensiones.
¿Soy yo un creador? ¿Tengo yo la capacidad de crear algo? Los dioses del Olimpo tenían la facultad de transformarse ellos mismos a voluntad: Zeus, para satisfacer su pasión amorosa por sendas mujeres de carne y hueso no dudó en convertirse, respectivamente, en toro, en cisne o en lluvia de oro; Ovidio, en sus Metamorfosis da buena cuenta del poder que tenían estos mismos dioses para castigar o premiar a quien se le antojara convirtiéndolo ya sea en árbol, en flor, en estrella, en pájaro, en cérvido o en fiera... Véase, como muestra, la admirable transformación de Mirra después de que las divinidades, atendiendo a lo desesperado de sus súplicas pues era consciente de su infame crimen, cometido contra natura, la sentenciaran; verdadero prodigio, maravilla, en cuanto a la forma, de poética hermosura y plasticidad:
[...] mientras ella hablaba, la tierra vino a cubrirle las piernas, se le rompen las uñas, y por ellas se extiende una raíz atravesada, fundamento de su largo tronco, los huesos cobran dureza, y, mientras su médula sigue ocupando la región central, la sangre se convierte en savia, los brazos en grandes ramas, los dedos en pequeñas, y la piel se le endurece en calidad de corteza. Y ya el árbol que la va invadiendo le había apretado el grávido vientre y sepultado el pecho, y estaba a punto de taparle el cuello: no soportó ella la espera, y, saliendo al encuentro de la madera que se le acercaba, se hundió en ella, y sumergió en la corteza el rostro. Y, aunque ella perdió, a la vez que el cuerpo, sus antiguos sentidos, llora, sin embargo, y del árbol manan tibias gotas. También sus lágrimas tienen calidad, y la mirra que destila el tronco conserva el nombre de su dueña y ninguna época dejará de celebrarla.
Mas la criatura concebida en el pecado había crecido debajo del tronco y buscaba camino por donde, abandonando a su madre, pudiera situarse en el exterior: en mitad del árbol se comba hacia fuera el grávido vientre. La carga produce a la madre una tensión; pero sus dolores carecen de palabras para expresarse, y no puede invocar a Lucina (diosa de los alumbramientos) la voz de la parturienta. Sin embargo, su apariencia es la de una mujer que está en trance de dar a luz, y el árbol se inclina y profiere frecuentes quejidos, y se humedece con las lágrimas que le caen. Junto a las ramas doloridas se detuvo Lucina propicia, le puso las manos encima y pronunció palabras que producen el parto: el árbol se resquebraja, y, una vez hendida la corteza, hace salir su carga viva, y un niño da un vagido; las Náyades lo colocaron sobre la blanda hierba y lo ungieron con las lágrimas de su madre1.
Esto pudieron los dioses, según el insigne vate romano. ¿Y yo? ¿Puedo hacer acopio de energía, señalar una hoja de papel y decir: «que esta hoja en blanco se convierta en un poema»? ¿Lo puedo conseguir, así, sin más, cuando me dé la real gana? Según el Génesis, en el Antiguo Testamento, «al principio creó Dios el cielo y la tierra», y dijo: «Sea hecha la luz. Y hubo luz», y de este modo, con sólo su voluntad y su palabra, concluyó el resto de la creación. ¿Puedo yo, asimismo, recurrir al poder de la palabra y diciendo «hágase el poema» tener ya, al instante y a capricho, una obra poética acabada y preciosísima? Qué risa.
Para que yo realmente pudiera constituirme en agente directo de la creación tendría que poder manejarla al arbitrio de mi voluntad; esto me parece una verdad incuestionable. El tornero es tal porque tiene la capacidad de producir piezas en el torno con sólo ponerse a ello, el ebanista porque es capaz de fabricar un mueble cada vez que se lo propone, el médico porque tiene la ciencia y los conocimientos suficientes para aliviar al enfermo en cualquier ocasión, etc..., por consiguiente, el «creador» debiera serlo por tener la capacidad, en cuanto quisiera, de crear. No obstante, la creatividad, que es una cualidad inherente a la condición humana de la cual participamos todos en mayor o menor medida2, depende de un instante de iluminación, de la inspiración de un momento, es algo que podemos buscar o esperar y que con frecuencia llega cuando uno menos lo imagina, lo cual implica que en el fondo todos nos comportamos, no como creadores, sino como meros instrumentos al servicio de la creación, a expensas siempre de que esta nos haga partícipes en la consecución de alguno de sus dones.
Yo, en relación a mi actividad poética, me considero, más que creador, «concibidor» o «alumbrador», en el sentido en que una mujer (o la hembra de cualquier especie) concibe o da a luz a un nuevo ser. Me siento más a gusto con el uso de estos términos porque creo que se ajustan mejor a mi condición artística, la cual exige, por razones obvias (estamos hablando de escribir poesía), el más alto nivel de aproximación y propiedad en el uso de las palabras. No puede ser que un poeta se complazca en el uso inadecuado de una expresión por mucho que satisfaga a su ego o le agrade repetirla. Con gran agudeza lo percibe Ortega y Gasset, y así nos lo transmite en uno de sus ensayos:
La creación artística es, en lo que tiene de tal, una misteriosa labor inconsciente. El pintor da cuadros como el manzano manzanas3.
Me parece una imagen magnífica. Por otro lado, cualquier mujer es consciente, con toda su intuición y su capacidad de raciocinio, de la maravilla que es la creación cuando contempla y tiene en sus brazos a un hijo recién nacido, y no necesita que nadie le diga que esa nueva criatura no es creación suya; que su venida se hizo realidad porque la naturaleza (Dios, si es creyente) así lo quiso, por más que ella anhelara que así fuera; que sin la confluencia de determinadas circunstancias, (la edad y el periodo idóneo de fertilidad o la existencia de un padre, por ejemplo) no habría sido posible, por grande que fuera su deseo y decidida su voluntad. El momento germinal, cuando el propio ser recibe la semilla, el tiempo más o menos largo de gestación en que dicha semilla madura y va conformando a un nuevo ser, el momento del parto, que puede venir acompañado o no de gran intensidad de sufrimiento, el amor que preside todo el proceso y te hace sentir a esa criatura como tuya, como salida de tus entrañas, carne y sangre de tu carne, es lo que caracteriza tanto al artista como a la mujer en el momento de producir sus «obras» respectivas. En el arte también hay abortos, proyectos que jamás llegan a ver la luz, vástagos con algún defecto o contrahechos, de los que su autor, pese a todo, no puede renegar. ¿Cuantas veces hemos oído, en una entrevista, que el periodista de turno le pregunta a un determinado autor cuál es la obra que prefiere dentro de su vasta producción y este le responde que no puede decirle, que así como es difícil para una madre escoger entre uno de sus hijos, él las tiene en semejante estimación? Tal vez no haya una total y exacta correspondencia en la comparación, pero, con todo, jamás me ha parecido inapropiado o me ha desagradado oír esto.
- Traducción, con algunos retoques de puntuación, de Antonio Ruiz de Elvira, en Ovidio, Metamorfosis, Vol. II, Consejo Superior de Investigaciones Científicas, Madrid, 1994. Agradezco a mi buen amigo Antonio Martín Ortiz su generosa disposición al permitirme compartir el texto de esta traducción. Para ver el texto original en latín y un estupendo resumen de la historia mitológica de Mirra visitad la siguiente entrada del blog de don Antonio, esplendido en erudición y liberalidad, y pleno de resonancias latinas: «Mirra: Se consuma la locura de Mirra y nace el árbol».↑
- Los artistas también deben conocer su oficio en grado suficiente para que podamos habilitarlos como tales, pero ¿por qué han de arrogarse el monopolio o el privilegio de la creatividad? Un médico, cuando, actuando al margen del procedimiento habitual, en un determinado caso, improvisa un tratamiento específico y salva una vida ¿no es un creador? ¿No lo es el tornero que adapta una pieza para obtener una mayor funcionalidad? ¿Y el ebanista que consigue un acabado más agradable y armonioso para el mueble que está construyendo? No es muy habitual, sin embargo, oír al maestro de un oficio, ni al profesional cualificado, referirse al producto de su trabajo como «su creación», decir: «mi última creación gira en torno a la completa aniquilación de determinada bacteria» o «yo, en mi trayectoria como creador he originado un tornillo con tales o cuales características» o «mi creación se caracteriza por el uso preferente de maderas nobles y molduras sin aristas...». ¿No nos sonaría todo esto un tanto petulante y ridículo?↑
- La deshumanización del arte y otros ensayos de estética, Espasa Calpe, Colección Austral, página 220.↑
7 comentarios:
Amigo Don Carlos,
Comparto enteramente la reflexión que hace sobre esos individuos que se llaman a sí mismos artistas o creadores, sin darse cuenta de que tales palabras son demasiados serias como para que uno, sea quien sea, las utilice a su antojo refiriéndose a sí mismo.
Como bien dice el refran, dime de qué te pavoneas, y te diré de lo que careces.
Muy oportuno el ejemplo de la mujer y sus hijos, así como las referencias al Mundo Clásico, con las Metamorfosis de Ovidio, y también, ¿por qué no?, al Antiguo Restamento.
Mi felicitación por tener unas ideas tan sanas, y un abrazo, amigo Carlos.
Antonio
Ha despertado usted mi simpatía una vez más por la peculiaridad de su carácter, ya que me ha recordado al buen escudero Sancho y a su graciosa costumbre de adaptar, espontáneamente, los refranes según el momento y las circunstancias; lo cual significa, en este caso, que le ha aportado su poquito de sal y originalidad al consabido "dime de lo que presumes y te diré de lo que careces".
Es mi propósito que aquí proliferen sobre todo las ideas sanas; para ello no voy a regatear esfuerzos ni voy a desperdiciar la ocasión, en relación a la poesía y al arte en general, de denunciar aquello (que es mucho) que según mi propio criterio y opinión no me gusta o podría mejorarse. Si consigo remover alguna conciencia y enmendar algo, tanto mejor, si no, al menos me habrá servido para darme el gusto y desahogarme.
Le agradezco sobremanera el interés y la atención que pone en lo que hago.
Mis saludos más afectuosos.
Creo que en esto voy a ser muy duro. Todo artista es un pequeño embaucador con pretensiones banales que alimentan su ego, es así y el que lo tiene claro saca probecho de su potencial y el que no se limita a enriquecerse interiormente sin más, aquí el tiempo es el que dará cuenta de sus obras.
Pues a mí me parece que la persona que se embarque en la poesía sólo para sacar provecho como un pequeño embaucador con pretensiones banales y para alimentar su ego, difícilmente pasará de escribir mediocridades, justo al nivel de sus aspiraciones, y, desde luego, no le arriendo las ganancias.
Yo me veo mejor ubicado en el segundo supuesto, el del que se limita a enriquecerse interiormente sin más.
Puede que no me creas, pero desde antiguo yo he sentido hacia la poesía un respeto casi sagrado, rayano en la veneración, y, en consecuencia, tratar de concebirla con el único propósito de sacar provecho me parecería como una especie de sacrilegio. No quiero decir que yo no sea humano y que no tenga debilidades; que no renuncie habitualmente, pongamos por ejemplo, a parte de mi libertad y entregue una buena porción de mi vida personal a cambio de un salario, por los imperativos de vivir en una sociedad como la nuestra.
Muchas cosas pueden tentarme, como a cualquier hijo de vecino, pero la idea de sacar provecho (no espiritual, sino contante y sonante) del fruto de mi relación con la poesía es algo que siempre he considerado bastante indigno y despreciable, al menos como propósito consciente; otra cosa sería saber aceptar con mayor o menor complacencia lo que sobreviniera.
Y el tiempo dará la razón a la injusticia que no a los justos como debería.
Sin embargo yo creo que el tiempo siempre da la razón a los justos, aunque, esto sí es verdad, a menudo cuando el justo ya no está en condiciones de ver los resultados o de que le aprovechen. Me parece una cuestión de simple perspectiva: si ves las las cosas desde la inmediatez del tiempo o desde su continuidad y persistencia que lentamente acaba por poner cada cosa en su sitio.
Amigo Don Carlos,
No he seguido el debate habido en este texto, porque, por error mío, no me suscribí a los comentarios. He vuelto a él ahora, y me encuentro con unos comentarios, los de Don Ismael Acién Molina, que no comparto en absoluto, y no voy a extenderme en los motivos, porque ya le ha dado Vd. apropiada respuesta.
Si deducimos su altura intelectual, la de Don Ismael Acién Molina, por la calidad literaria y gramatical de sus comentarios, poco hay que añadir: un alumno de la ESO escribe con más corrección gramatical.
Por lo que se refiere a la inserción del fragmento de Ovidio sobre Mirra, tengo que decirle que le ha quedado de maravilla, y muy bien encajado. Como ya dije en alguna ocasión, es la Metamorfosis que más me gusta, entre las más de 250 que hay en el libro de Ovidio.
Insisto en que el mérito de la traducción no es mío, sino del Profesor Don Antonio Ruiz de Elvira [R.I.P.], fallecido hace ya unos años.
Le felicito por su trabajo y le envío un afectuoso saludo.
Antonio
Publicar un comentario