Todos, y es natural, según vamos avanzando en la edad de nuestras vidas, guardamos el recuerdo de un pasado, si no glorioso, mejor y más radiante, si lo comparamos con la inmediata realidad. Suele ocurrir que recurramos a la imagen de esa supuesta época dorada cuando observamos nuestro entorno y reparamos precisamente en aquello que menos nos gusta, sobre todo cuando analizamos los usos y costumbres vigentes y los calificamos desde un punto de vista moral. Solemos decir: «en mis tiempos no pasaba esto o aquello, la gente no se comportaba de este o ese otro modo, en relación a esto o a lo otro se vivía mejor..., etc.», y lo curioso del caso es que se trata de una actitud tan común, de un tópico tan generalizado, que no sería muy aventurado afirmar que se ha venido manteniendo, como una constante, a lo largo de toda la Historia, como queda acreditado por numerosos testimonios presentes en la literatura y el género epistolar, sin que haya diferencias, a lo que parece, entre países y culturas. Algo, finalmente, que todos hemos podido comprobar de primera mano oyendo cómo se quejaban aparte de otras personas de nuestro entorno más o menos próximo nuestros abuelos, luego nuestros padres y que, llegado el momento, sorprendentemente, acabamos oyéndonos decir a nosotros mismos, como portadores casi involuntarios del testigo de una inveterada tradición.
Recuerde el alma dormida
avive el seso y despierte
contemplando
cómo se passa la vida
cómo se viene la muerte,
tan callando;
quán presto se va el plazer,
cómo, después de acordado,
da dolor;
cómo, a nuestro parescer,
cualquiera tiempo passado,
fue mejor.1
Cuando vamos sumando décadas a la existencia y empezamos a dejar atrás el entusiasmo de la juventud (se puede mantener el entusiasmo aun en la vejez, pero convengamos en que no es lo mismo), cuando los excesos del pasado comienzan a pasar factura en forma de dolencias o enfermedades diversas, aunque sean livianas, cuando notamos que nuestro físico no responde con la misma ligereza y prontitud si nos vemos obligados a ponerle a prueba debido a cualquier suceso o imprevisto, cuando la experiencia ha dejado múltiples huellas arrugas, cicatrices por todo nuestro cuerpo y en nuestro espíritu, cuando adquirimos esa madurez que sólo con el inexorable paso del tiempo nos van otorgando los muchos errores, desengaños o fracasos, en fin, a medida que envejecemos, nuestra perspectiva cambia, nuestra mirada se torna distinta y es fácil que tengamos que retrotraernos a épocas pretéritas, cuando éramos más jóvenes o tan sólo unos niños, par hallar un mundo, un ambiente que nos parezca más habitable, donde nuestro ser sin duda se sentiría mejor. Pero lo cierto no es que «el mundo» que dejamos atrás fuese mejor necesariamente u ofreciera, de manera objetiva, mayores posibilidades, sino, probablemente, que teníamos una visión más optimista y contemplábamos la realidad desde una perspectiva mucho más halagüeña a causa de nuestra edad, ya sea por mantener aún la inocencia y candidez que contribuyen a hacer de la infancia un paraíso o porque la juventud nos hacía sentir en la plenitud de nuestras fuerzas y energías, inflamando nuestras ansias y haciendo que nos sintiéramos capaces de ponernos el mundo por montera o de «comérnoslo» si es que se ponía a nuestro alcance.
Es más fácil que el mundo nos sonría cuando conservamos aún las ilusiones en toda su integridad o disponemos de muy largo crédito en cuanto a las expectativas de lo que nos queda por vivir que cuando sentimos próximo el cumplimiento de la sentencia que firmamos, sin saberlo, a la hora misma de nuestro nacimiento. De igual modo que es más fácil que el sol brille alegre al mediodía que no en la franja de la tarde, por mucho que ésta última aún pueda regalarnos con momentos de gran belleza crepuscular. Como expresa admirablemente el poema de Cavafis «Las velas», la que en un principio pudiera parecernos interminable hilera de velas encendidas, en alusión a los días de nuestra vida, muy bien podía inducirnos al irreflexivo optimismo y la despreocupación, signos propios de la inmadurez, mientras las velas encendidas fueran inmensa mayoría; entonces podíamos reírnos la muerte y gritarle a la cara, con ese gran inmaduro, en palabras de Marañón2, que es Don Juan: «Largo me lo fiáis»; pero, desde el momento en que la proporción se invierte y empezamos a vislumbrar que la hilera tiene un final y volvemos el rostro y no vemos más que velas apagadas, aún humeantes algunas, y contemplamos cómo estamos cada vez más lejos del inicio de nuestra andadura y más cerca del final previsible (la total y permanente oscuridad), es preciso ser un inconsciente para no admitir la auténtica verdad; la cual, por lo que tendría de pérdida, no invita a demasiadas celebraciones, como no sea que queramos festejar, nostálgicamente, la plenitud de lo vivido o, de cara al presente, la inmensa dicha y el milagro que supone el solo hecho de estar vivos; pero, no nos engañemos, el futuro, el fin último, para quien no crea en un más allá y confíe ciegamente en la vida después de la muerte, en un seguir existiendo con conciencia de la propia identidad y recordando lo esencial de lo vivido, para quien no posea esta firme convicción, nuestro común destino no puede en modo alguno ser motivo de celebración o regocijo y es comprensible que al pensar en ello nos invada un sentimiento trágico, que una angustia existencial nos penetre siempre que lo pensemos de manera nítida y completamente consciente.
La ausencia de esta angustia trágica que, como sombra siniestra, se cierne sobre nuestras cabezas desde el momento en que adquirimos cierta madurez, unido a la escasez o no excesiva abundancia de sinsabores más propios de una dilatada experiencia, es lo que, a mi juicio, confiere a la juventud y a los años de la infancia esa aureola de bondad e idílica hermosura que, salvo excepciones, tan gratos los hacen a nuestros ojos, pudiendo hacer que, en efecto, aquel tiempo pasado nos parezca espléndido y no resista la menor comparación. Añoramos los tiempos felices precisamente porque entonces éramos felices, sin darnos cuenta que las causas de esa felicidad, de ese vivir ilusionado, a menudo se hallaban en nosotros mismos y no tanto en el exterior; que dependían en mayor medida de un estado de nuestro espíritu, propiciado por la edad, que de la propia realidad circundante. En cualquier caso, era algo magnífico y, como suele ocurrir, no nos damos cuenta de lo que teníamos hasta el momento en que lo hemos perdido; entonces lo añoramos y lo echamos en falta: cuando la ocasión ha pasado y ya sólo podemos verlo o imaginarlo a través de esa tenue neblina, entre dulce y melancólica, con que envolvemos los recuerdos de lo que, en efecto, pudo ser un día y nunca más volverá.
- Parece excusado citar la autoría de esta famosa copla, la primera y más celebrada, quizás, de ese monumento literario, obra maestra indiscutible donde las haya, que son las Coplas por la muerte de su padre. No obstante, por si las moscas, diremos que está elegía formidable es obra de la pluma del noble y poeta castellano Jorge Manrique (1440-1479).↑
- Esta tesis queda expresada en algún momento y subyace a lo largo de todo el ensayo que el doctor Marañón dedicó a la mítica figura de Don Juan. Gregorio Marañón, Don Juan. Ensayos sobre el origen de su leyenda (1940), Espasa Calpe, Colección Austral 129.↑
3 comentarios:
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Amigo Don Carlos, Chacien,
Ha escrito Vd., de forma magistral, sobre un tema que lleva dando vueltas desde hace muchos siglos, quizá desde los orígenes mismos de la Humanidad.
Por lo que se refiere a mis conocimientos, se me viene a la mente Los trabajos y los Días de Hesíodo, en el VIII/VII aC., quien ya nos habla de cinco razas, siendo la siguiente siempre peor que la anterior: Oro, Plata, Bronce, Héroes, Hierro.
Ocho siglos después el propio Ovidio, en sus Metamorfosis, reduce las cinco razas de Hesíodo a cinco Edades, suprimiendo la de los Héroes.
Son éstos los textos fundamentales que hablan del tema, aunque es bien sabido que ese tema fue tocado también por otros muchos autores, siendo quizá Virgilio el que lo hizo de una forma más directa cuando, en su Cuarta Égloga, allá por el 40 aC., al anunciarnos el nacimiento de un niño –que algunos identificarán con Cristo-, nos profetiza que con él volverán los Reinos de Saturno, la Edad de Oro.
Tengo muy poco que añadir a lo que Vd. ha escrito, porque lo ha hecho de una forma exhaustiva y bien argumentada. Es la Realidad que tenemos, y la forma de funcionar de nuestro pensamiento: Siempre pensamos que lo anterior fue mejor. Quizá se deba ello a un proceso de la mente, un proceso sano, que consigue que los momentos malos se olviden más fácilmente que los buenos, y que dejen menos huella en nosotros. Todo ello, claro, si hablamos de personas sanas, porque, cuando irrumpe la enfermedad en el cuerpo o en el alma, el proceso puede invertirse, y así tenemos, por ejemplo, la enfermedad de la Depresión, que no es más que una deformación de la información del cerebro, de forma que magnifica lo malo y minimiza lo bueno.
Introduce Vd. el elemento creyente: la vida podría carecer de sentido para quienes no tienen la esperanza de una continuación post mortem. Podría ser una solución para este pesimismo universal. No obstante, pienso yo que para quienes no tenemos el apoyo de la creencia en la vida post mortem, pueden existir también soluciones para alejar de nosotros esa especie de pesimismo que puede apoderarse de nosotros.
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Los que tenemos una formación Clásica podemos recurrir al Carpe diem [Aprovecha, vive el día, el momento] de Horacio, y no tener pretensiones de eternidad, porque la vida es un proceso que existe en el tiempo, pero no en la eternidad.
También podría ser todo esto un deseo inconsciente de volver al seno materno, que es cuando mejor estábamos, y una negación, por miedo del uso de la libertad, que nos obliga a decidir, y decidir significa asumir algunas cosas, pero también dejar de lado otras. De ello hablaba Erich Fromm en su libro El Miedo a la Libertad.
En fin, que ha tocado Vd. un tema que puede ser de estudio para mentes privilegiadas, para médicos, psquiatras, filósofos.
Si le interesa, le recuerdo que, hace tiempo ya, yo publiqué los textos de Hesíodo y Ovidio en mi propio Blog:
HESÍODO: LAS CINCO RAZAS MÍTICAS
12 de Marzo de 2009
ANTE IOVEM NVLLI SVBIGEBANT ARVA COLONI
[ANTES DEL TIEMPO DE JÚPITER, NINGÚN LABRADOR CULTIVABA LOS CAMPOS].
LAS EDADES MÍTICAS
10 de Marzo de 2009
No se me ocurren más cosas sobre este interesante texto, porque Vd. lo ha dicho prácticamente todo, todo lo que se podía decir, dejando el camino abierto, a la manera Socrática, para que cada uno vaya haciendo sus propias reflexiones.
La aseguro que he pasado un tiempo muy bien aprovechado leyendo lo que Vd. ha escrito, y puede estar seguro también de que pensaré y reflexionaré más sobre ello.
Le envío un gran abrazo, que ruego haga extensivo a su padre, Don Serapio.
Antonio
Viene muy a cuento, amigo Antonio, el traer aquí a los clásicos en relación a las edades míticas del hombre que, según griegos y romanos, se han ido degradando, pasando de la edad de oro a la del hierro, pues ha de saber que mi idea inicial era extender esa nostalgia de la que hablo, la idea tan Manriqueña de que "cualquier tiempo pasado fue mejor", no sólo a la trayectoria personal del individuo, que es lo que, por no extenderme demasiado, finalmente he hecho, sino también a todo proceso vital, incluyendo también a entidades de carácter socio-político como Imperios y naciones o periodos artísticos y culturales como pueden ser el Barroco, el Renacimiento, la Edad Media, etc., entendiendo que todos tienen su surgimiento, su auge y su decadencia, de un modo análogo a cualquier forma de vida, digamos, biológica.
Así, podría decirse que, para mi gusto, verbigracia, hubo una edad dorada para el pensamiento y las artes, el Renacimiento, y que dentro de esa misma edad se produjeron momentos e hitos verdaderamente esplendorosos, al pensar en los cuales yo no puedo evitar sentir cierta añoranza por un espíritu juvenil y magnífico que se impuso en el devenir de nuestra cultura occidental y se perdió para siempre: podrán venir otros periodos que lo igualen (desde luego, no me parece que lo sea el nuestro) pero aquello tuvo su vida útil y se consumó, quedándonos sólo vestigios y reliquias, dignos todos de la mayor admiración. Esta admiración es la que subyace también en el poema "Castillos en el aire", publicado a continuación de esta entrada, de manera que su último verso "o [por amor] al esplendor de los tiempos pretéritos" estaría dotado de esta doble significación: la nostalgia por la juventud o aquella edad dorada que se perdió, a título personal, y también, simultánea o alternativamente, la nostalgia por un pasado histórico realmente esplendoroso, encarnado, en este caso concreto, en la figura de Filarete.
Usted probablemente sienta algo parecido por la edad dorada Grecolatina, así que no dudo que me entiende. Deseo hacer hincapié en todo esto porque quisiera que usted mismo y cualquier otro lector que lea este comentario lo tenga muy en cuenta a la hora de leer, tanto esta entrada como el poema citado y publicado en este blog a continuación.
El sólo hecho de que se tome la molestia de leer lo que publico le hace merecedor de todo mi agradecimiento, pues soy consciente de que redacto unos textos muy densos y extensos, ¡y eso que, como en esta ocasión, me dejo muchas cosas en el tintero!
Gracias, asimismo, por los enlaces a su blog, que resultan muy ilustrativos.
Reciba un abrazo con todo mi afecto.
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