«No se tenga por verdadero amante quien no confiese sufrir o haber sufrido por causa de la persona amada, y, asimismo, nadie espere celebrar la más alta dicha del amor ni alcanzar sus maravillosos dones sin pagar antes o después su peaje de dolor y probar su pasión y su tormento». Así de drástica y concluyente se me antoja una posible formulación de la ley que rige para las relaciones amorosas entre dos seres humanos cuando, al menos uno de ellos, se halla en ese estado peculiar o sufre esa característica alteración del ánimo que comúnmente conocemos como enamoramiento. Para amar hay que sufrir. Es condición sin la cual la pasión amorosa no puede entenderse. Amar a alguien con pasión, apasionarse por alguien, implica sufrimiento, como se deduce del mismo origen de la palabra, del latín passio-onis, que en su principal acepción significa, literalmente, «acción de sufrir, de soportar».
Aun en el supuesto de un idílico amor recíproco y a primera vista, el típico «flechazo», donde ambos amantes parecen haber sido tocados por la varita de la fortuna (o, si se quiere, para ser consecuentes con el término utilizado, alcanzados por las dulces flechas de Cupido), sin que sea preciso ningún esfuerzo ni se esté sometido a la incertidumbre que conlleva cualquier proceso aunque sea mínimo de seducción, aun en ese hipotético caso, dicha relación no pasará de ser una ilusión efímera o un vano espejismo si no se confirma por medio del dolor. La única prueba inequívoca de la verdad de un sentimiento amoroso no es la alegría de la posesión sino la angustia o el temor ante la pérdida, aunque ésta se plantee únicamente como posibilidad. Romeo y Julieta, personajes de ficción elevados a la categoría de arquetipo del amor romántico gracias a la maestría con que el genio de Shakespeare supo perfilarlos, quedaron «flechados» en su primer encuentro durante un baile de máscaras celebrado en casa de Julieta, pero no es hasta el momento en que se ven obligados a separarse a causa, sobre todo, del exilio forzoso de Romeo, y, más tarde, cuando, crudamente, la muerte impide que puedan reencontrarse que su amor no adquiere su auténtica dimensión y se convierte en algo grande, memorable y, de algún modo, eterno. Así, lo que confirma el grado y la calidad de su sentimiento amoroso no serían los abrazos y caricias que pudieron prodigarse al consumar su matrimonio la noche antes de la partida de Romeo, sino que estaría en proporción directa con el grado de sufrimiento que les ocasionaba la mera idea de esa partida y, posteriormente y en mayor medida, el tormento que iba a causarles su efectiva separación. Si después de gozarse mutuamente, al tener que distanciarse, ambos hubieran experimentado un sentimiento próximo a la indiferencia, estaría claro que no se amaban, aunque, en efecto, se hubieran estado «amando«, con el mayor placer y entusiasmo, durante toda una noche. En rigor, si analizamos la tragedia de los amantes de Verona, no existe un momento de completa ilusión y alegre sosiego como no sea el breve espacio que transcurre desde que se encuentran en el baile a través de sus miradas momento en que se enamoran hasta el instante en que alguien les dice que son enemigos irreconciliables a causa de su parentesco, por ser hijos, la una, de los Capuleto y, el otro, de los Montesco. A partir de ahí, exceptuando la confianza en su muto amor, todo es navegar contra corriente, andar en la cuerda floja y sufrir padecimientos.
Amar a alguien es situar el bienestar y la integridad de ese alguien por encima de todo, a menudo antes que la integridad y el bienestar de uno mismo; quien ama se preocupa, primordialmente, por el presente y el futuro del sujeto amado. Así pues, si la vida de cualquier ser vivo, su salud y equilibrio, dependen de multitud de factores y contingencias, si nadie tiene garantizada su seguridad frente a las agresiones externas, la enfermedad, el azar, las circunstancias, etc., ¿cómo no sufrir por la persona amada en cuanto individuo, como cualquier otro, sujeto a toda suerte de incertidumbres? Quien ama sufre por cualquiera de las eventualidades o accidentes que perjudiquen o puedan perjudicar a la persona destinataria de su afecto, y lo hace en función de la gravedad que, de manera subjetiva, le atribuya a un mal, aunque, de hecho, éste aún no se haya producido, o aunque no se vaya a producir nunca, porque el temor es libre y, puesto que ningún ser humano, por su misma condición, puede sustraerse a todos los peligros, el amante, ya sean reales o supuestos, ha de sentir los males y peligros de la persona que ama como algo propio y padecer por ellos. Porque no es posible amar y no preocuparse por la suerte de quien amamos, seamos o no correspondidos e independientemente de la manera que cada cual tenga de exteriorizarlo o aunque no lo exteriorice en absoluto.
Pero no es sólo que temamos por la suerte y la integridad personal de quien amamos, también, y en mayor medida si cabe, acaso más que nada, temeremos el olvido, la traición o el abandono. La posibilidad de que ese alguien a quien amamos deje de querernos, que, en efecto, no nos quiera, o que, en realidad, no nos haya querido nunca, la sola duda, puede ser causa de alguna de las experiencias más angustiosas y dramáticas por las que puede llegar a pasar un enamorado. De hecho, en buena medida relacionada con esto último, la inquietud de los celos, por sí sola, aunque en pequeñas dosis pueda resultar gratificante, como prueba de amor, o incluso beneficiosa, como revulsivo o antídoto contra el hastío y la monotonía, con demasiada frecuencia advertimos cómo se transforma en auténtico tormento y, lo que es peor, muchas veces de manera del todo injustificada, siendo origen de grandes desdichas para la pareja, incluyendo el maltrato o el crimen, y logrando destruir una relación de un modo u otro, también fatalmente, como podemos apreciar, verbigracia, en ese otro gran arquetipo que nos legó la pluma de Shakespeare, el Otelo, en donde el noble moro, comandante de la armada veneciana, sucumbe ante las intrigas del despreciable y envidioso Yago y mata trágicamente a Desdémona, su esposa, víctima inocente que se había mantenido fiel y que en ningún momento había dejado de amarlo.
Y es que el amor apasionado, por propia definición, dista mucho de ser un afecto tranquilo, razonable y ordenado. Así lo veía, en tiempos del barroco, Lope de Vega, ese «monstruo de la naturaleza», de intensa biografía amorosa, y uno de los máximos exponentes de la literatura en castellano:
Desmayarse, atreverse, estar furioso,
áspero, tierno, liberal, esquivo,
alentado, mortal, difunto, vivo,
leal, traidor, cobarde y animoso:
no hallar fuera del bien centro y reposo,
mostrarse alegre, triste, humilde, altivo,
enojado, valiente, fugitivo,
satisfecho, ofendido, receloso:
huir el rostro al claro desengaño,
beber veneno por licor süave,
olvidar el provecho, amar el daño;
creer que el cielo en un infierno cabe,
dar la vida y el alma a un desengaño:
esto es amor; quien lo probó lo sabe.
Si admitimos como válida esta descripción de los estados por los que, sucesivamente, puede ir pasando el alma de cualquier amante; si reconocemos la relativa autonomía y las diferencias psicológicas y formativas que caracterizan a cada persona, la disparidad en lo referente a gustos y preferencias, el particular genio de cada uno, etc.; si aceptamos que el amor tiene sus fases, empezando por cierto juego o ritual dígase cortejo, flirteo, galanteo o como quiera llamársele, donde cada cual juega sus bazas para conocer (en todos los sentidos que tiene la palabra) y darse a conocer al otro, donde se miden fuerzas y ambos se van tanteando, estableciendo principios tan fundamentales como el de quién ha de llevar las riendas o por dónde ha de encaminarse una relación, quién ha de asumir una posición más sumisa o dominante, etc.; en resumidas cuentas, si admitimos todo el cúmulo de deseos, conveniencias, gustos e intereses que entran en conflicto en el inicio o en el transcurso de una relación, fácilmente podremos concluir que, en tanto no se establezcan, como poco, los términos de un acuerdo, entre dos amantes enfrentados cabe tanto reposo y sosiego como el que pueda haber entre dos Estados o facciones que se opongan en el campo de batalla. En el amor y en la guerra todo vale, es el dicho popular que sabiamente nos advierte sobre la condición «guerrera» del amor y que ordinariamente se usa para justificar los desmanes y crueldades a que nos lleva en ocasiones la inclinación amorosa. Se da la paradoja, por tanto, y con harta frecuencia, de que dos personas que se aman con locura, que se quieren lo indecible, con pasión y con ternura, anden a la gresca, ya por orgullo, ya por obstinación, o por cualquier otro motivo, sea el que sea, empeñados en ocultar lo que su corazón siente, haciéndose mucho daño, constantemente, incluso con saña, con más rigor del que usarían con su peor enemigo1; aunque, por otro lado y al mismo tiempo, paradójicamente, como digo, no deseen que el otro sufra el menor daño y teman por su suerte y se preocupen por su estado.
Como bien puede verse, en el amor no rige la lógica ni hay demasiada racionalidad, se trata de un sentimiento, afecto o inclinación de carácter dionisíaco, no apolíneo, que diría cierto amigo mío. Quien ama podría afirmarse que está en el mundo, sí, pero bastante al margen de la realidad, o, por mejor decir, percibiendo la realidad de un modo distinto a como la perciben las personas «normales» que están a su alrededor. El enamoramiento implica, por consiguiente, un trastorno en la percepción del medio y las circunstancias debido a que la persona que ama vive ilusionada, vive una ilusión, una especie de ensueño del que, comúnmente, resulta muy doloroso despertar. De ahí que resulte tan difícil salir indemne, pues, tarde o temprano, por un motivo u otro, parece inevitable que acabemos despertando de todos nuestros sueños. Así son las cosas. Y la voluntad tiene muy poco que ver en todo esto. Nadie elige cuándo se enamora, ni hasta cuándo, ni de quién; a lo sumo, la voluntad dispone de un periodo, muy al principio, en el cual aún le está permitido sustraerse, si actúa con prontitud y determinación. Después no hay remedio: se puede ser feliz o desdichado, o ambas cosas, pues, cuando se vive con tal intensidad no caben términos medios, nunca se pasa sin pena ni gloria, como tampoco se está del todo exento de cualquiera de los extremos. Esta ley inexorable del amor hace, consecuentemente, que hoy en día mucha gente no se atreva a dar el paso, evadiéndose de mil maneras con tal de no enamorarse, conformándose con lo que el amor tiene de más superficial. Por miedo a sufrir. Quitando de este modo intensidad a sus vidas. Prefiriendo con mucho la comodidad de una existencia plana, carente de altibajos. Con la pérdida que esto supone. Sin percatarse de que acaso no haya más oportunidad. Lo expresa magníficamente el siguiente villancico2:
Más vale trocar
plazer por dolores
que estar sin amores.
Donde es gradecido
es dulce el morir;
bivir en olvido,
aquél no es bivir:
mejor es sufrir
passión y dolores
que estar sin amores.
Es vida perdida
bivir sin amar
y más es que vida
saberla emplear:
mejor es penar
sufriendo dolores
que estar sin amores.
La muerte es vitoria
do bive afición,
que espera aver gloria
quien sufre passión:
más vale presión
de tales dolores
que estar sin amores.
El qu’es más penado
más goza de amor,
quél mucho cuidado
le quita el temor:
assí qu’es mejor
amar con dolores
que estar sin amores.
No teme tormento
quien ama con fe
si su pensamiento
sin causa no fue:
aviendo por qué
más valen dolores
que estar sin amores.
FIN
Amor que no pena
no pida plazer,
pues ya le condena
su poco querer:
mejor es perder
plazer por dolores
que estar sin amores.
- «Esto es claro. Dios consiente tales cosas. A veces, dos personas buenas parece que se ponen de acuerdo para hacer maldades, sin caer en la cuenta de que, diciéndose cuatro palabras, concluirían por abrazarse y quererse mucho». Benito Pérez Galdós, Episodios nacionales: La batalla de los Arapiles, Alianza Editorial, Libro de bolsillo, Biblioteca Autor 0310, Pág. 156.↑
- Juan del Encina (1468-1529), Obra completa, Biblioteca Castro, Pág. 684.↑
5 comentarios:
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Observación previa:
Don Carlos Hernández hace una profunda exposición sobre el Sufrimiento y el Amor. Como en un par de comentarios publicados por él en mi Blog, a propósito de una Sátira de Horacio, también nos trae a colación este mismo tema, he optado por publicar el siguiente comentario en ambos lugares.
Amigo Don Carlos,
He tardado algunos días en comentar este excelente tratado suyo, que lo es, sobre el Amor y el Sufrimiento, porque el tema no podía ser comentado a la ligera, ni de lejos. En efecto, ha tocado Vd. los dos pilares principales en los que se basa la existencia humana: el Sufrimiento y el Amor, y, según nos recuerda Vd., ambos van paralelos, y, además, se coordinan perfectamente.
Si tenemos en cuenta que lo vivo es esencialmente tensión previa a la relajación consiguiente, y que los más hondos sentimientos y sensaciones son consecuencia de la absentia [ausencia] de algo, del reconocimiento de nuestra imperfección y finitud al fin y al cabo, de nuestras limitaciones, para luego ser satisfechas, ya tenemos la clave de lo que es nuestra Vida en general, incluidas la relaciones de Amor y también las de sexo, y las propias de la conservación del individuo, como puede ser el comer.
Si fuésemos totalmente perfectos y autónomos, no necesitaríamos de nada, ni siquiera de nadie, pero el resultado de nuestra imperfección y nuestras limitaciones nos obligan a buscar el apoyo de algo o alguien externo a nosotros, que sea capaz de suplir lo que nosotros no tenemos. Y esto, creo yo, tiene valor y vigencia universal, porque, para salirnos del tema y recurrir a ejemplos externos, piensa el avaro que no es suficiente con lo que tiene, y por eso desea más, y cree el adicto al sexo que el impulso sexual es infinito e insaciable, y pretende que lo que debe ser un instante se convierta en una eternidad, cosa que es una contradicción más que absoluta, porque todos sabemos de aquel dicho medieval que afirma que omne animal post coitum triste, queriendo significar con ello que todos los deseos, quizá con la única excepción del Amor, una vez satisfechos, deben permanecer en estado de relajación o descanso, salvo que estemos ante una personalidad enferma o desviada, como es el caso del glotón, del avaro, y otros tantos.
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Afirma Vd. que el Amor nos hace sufrir. Y es verdad, pero es un sufrimiento agradable y placentero -¡menuda contradicción!-, porque, cuando estamos en la fase del enamoramiento, nuestro espíritu flota, y nuestra visión de la Realidad queda deformada, como si viviésemos en otro mundo. Decía nuestro Ortega y Gasset que el enamoramiento es una especie de locura transitoria, pero es una locura agradable, que se deja querer y se desea.
Tampoco podemos perder de vista que el Amor es un deseo de fundirse con la otra persona, a la que idolatramos y admiramos, y es en esa fusión donde creemos nosotros que está la Felicidad, lo que, por bueno y agradable que sea, no deja de ser un gran error -¡Bendito error!-, porque, como he dicho antes, la imperfección y la idea de no acabado forman parte de la más íntima esencia del ser humano; y, claro, si esto no fuera así, seríamos como dioses, y nuestra vida sería de lo más aburrida, porque, según pienso, lo que realmente proporciona placer es la satisfacción de un deseo o la complementación de una deficiencia.
Aún a fuerza de pecar de inmodestia, voy a poner un ejemplo basado en mí mismo: cuando mi vida pasaba por tiempos económicamente peores, y no disponía yo de recursos suficientes para comprarme todos los libros que hubiera deseado, la adquisición o el regalo puntual de un buen libro me producía un placer y una satisfacción increíbles, cosa que, cambiadas las circunstancias no me ocurre ahora, porque ahora me puedo comprar todos los libros que necesito y quiero, y ésta es una norma de mi vida: me limito y me limitaré en otros gastos, pero en libros no.
Quiero, antes de finalizar, destacar un punto que me parece esencial en la práctica del Amor: en el encuentro Amoroso, también en el Erótico, se aúnan y se identifican dos personas, lo que significa dos voluntades, y, como resulta que, en condiciones normales, nunca podemos apoderarnos definitivamente de la voluntad del otro, porque ésta le pertenece exclusivamente a él, o a ella, siempre podemos tener el miedo o la sospecha de que “eso” pueda no ser tan eterno como nos lo prometemos, y ello hace que no debamos “bajar la guardia”, para poder perpetuar ese momento infinito”.
Finalizo este comentario indicándole que, a mi entender, su reflexión, la suya, Don Carlos, bien podría figurar en El Banquete de Platón, sin que desmereciese en nada a lo que allí se dice sobre El Amor.
Le envío, amigo mío, mi Felicitación y un gran abrazo.
Antonio
Solo me cabe decir, amigo Antonio, que considero sus palabras un digno complemento a lo expuesto por mí, tanto aquí mismo, como en su propio blog, en los comentarios a propósito de una sátira de Horacio. No siento la necesidad de añadir nada más ni mucho menos de ponerme puntilloso, ¿para qué vamos a marear más la perdiz? Me ha gustado mucho, en líneas generales, su razonamiento. Le felicito, igualmente.
Un fuerte abrazo.
Hola, buenas horas tengan ambos señores. Les felicito, pués da gusto leerlos. Poética narrativa que motiva a la lectura y a la aventura de la escritura. Gracias.
Gracias Waltherhoffan por tus palabras. Me satisface eso de poder ser un estímulo para la lectura y la escritura. Bienvenido a este espacio.
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