Si hay algo que distingue al hombre del resto de seres vivos es su capacidad de raciocinio. Gracias a esta habilidad para manejar ideas y conceptos, el ser humano, haciendo uso del lenguaje y con ayuda de la experiencia, adquiere conciencia de sí mismo y pronto está en disposición de formularse preguntas sobre todo lo que le rodea, incluyendo su propia existencia. Es probable que animales superiores, los dotados con un cerebro suficientemente evolucionadoFoto: Kabir., puedan llegar a ser conscientes de lo que significa estar vivo y a tener alguna noción o idea sobre la muerte —aunque sólo sea por instinto—, pero, indudablemente, nunca al mismo nivel nuestro, puesto que carecen de la facultad de nombrar a las cosas —concretas o abstractas, reales o fantásticas— y establecer todo tipo de asociaciones entre las mismas en su pensamiento como fácilmente podemos hacer nosotros mediante el aprendizaje de un idioma1.
Así pues, el homo sapiens, gracias a esta capacidad única que posee para nombrar a las cosas, aprende con relativa prontitud a reconocer —conceptualmente— y clasificar todo aquello que le rodea2, adquiriendo lenta y progresivamente una conciencia, más o menos subjetiva, de cuál es su circunstancia y de los elementos que la componen, y todo esto a medida que esa misma conciencia —única, personal e intransferible— va aumentando su bagaje con nuevas imágenes, ideas y experiencias, dando contenido de este modo a lo más esencial y definitorio que tiene una persona: sus recuerdos. De ahí que para alcanzar la condición de persona cabal o completa el ser humano deba previamente atravesar distintas fases o periodos que van desde la niñez, pasando por la adolescencia y la juventud, hasta llegar a la madurez, que es la etapa en que se supone que la vida del individuo ha llegado a su punto álgido de sazón y desarrollo y donde la persona alcanza, si su evolución es satisfactoria, un grado óptimo de juicio y sensatez. Lo cual no quiere decir, como es obvio, que un joven, un niño o un adolescente no sean personas, sino más bien que aún les falta algo, mucho o poco, para serlo en plenitud, al igual que el fruto del árbol cuando está verde carece de las cualidades más eminentes —dulzor, jugosidad, etc.— de la fruta madura, por mucho que se asemeje a ésta en apariencia y aunque contenga sus cualidades en alguna medida.
A todo esto, la muerte, o, mejor, la idea de la muerte, juega un papel de capital importancia en la evolución y el modo en que se produce el paso a través de las diferentes etapas de todo individuo perteneciente a la especie humana. Y lo curioso del caso es que, pese a estar implicados radicalmente en el proceso, no siempre nos damos cuenta ni sabemos valorar esta singular importancia.
En una vida tan dilatada como la nuestra —esto es, si no se malogra prematuramente— más pronto que tarde la criatura humana conoce por vez primera —aunque tal vez no comprenda del todo— lo que es la muerte, no puede eludir pensar en ella al topársela accidentalmente mientras está absorbiendo y procesando —los críos son como esponjas— toda la información que le proporciona el medio en donde vive3. Foto: D. Sharon Pruitt.El resultado más lógico y natural en este caso, teniendo en cuenta, sobre todo, la tierna edad y la sencilla ignorancia del sujeto, puede traducirse, a lo sumo, en unos instantes de terror inmenso —dependiendo del grado de comprensión de lo que la muerte significa y, por lo tanto, de sus consecuencias—, pero no llevados mucho más allá ni en la duración ni en la repercusión que puedan ejercer sobre su blando espíritu, más inclinado —y es bueno que así sea— a la despreocupación y al juego que a detenerse en graves complicaciones o cuestiones de la vida. Dejemos al niño, de momento, en su jardín o paraíso.
Asimismo, durante el paso gradual desde esta primera edad a la adolescencia y hasta desembocar en la juventud no es muy apropiado o característico que el ser humano se demore o se vea afectado en demasía por la idea de la muerte, antes al contrario: el alma juvenil tiene por definición un carácter ilusionado y optimista y sigue manteniendo una esencial despreocupación por un final, el de la propia existencia, que a todas luces se presenta muy lejano4. Otra cosa muy distinta es lo que acontece cuando algún suceso de extraordinaria dureza o peligrosidad sitúa al sujeto cara a cara con la muerte de manera que le sea imposible no darse por enterado o sustraerse a sus consecuencias, experimentando directamente y en primera persona su inapelable crudeza y su rigor. En tal situación ¿qué es lo que viene a ocurrir habitualmente? Pues que, si no sucumbe al trauma recibido, el individuo madura de forma prematura y, en cualquier caso, es muy difícil, por no decir imposible, que dicho individuo, como persona, siga permaneciendo en su anterior instalación5. Esto es evidentísimo: el niño bien, vástago de opulenta familia, y, en general, todo hijo de vecino que se desarrolla en un ambiente favorable, sin graves problemas o accidentes, aquel que es mimado por la vida, puede permitirse el gran lujo de prolongar su infancia y conservar su optimismo más allá, incluso, de los límites naturalmente establecidos; pero aquel otro que, a causa de su nacimiento o por avatares de la fortuna, sufre un duro encuentro o está en permanente contacto con la muerte (citemos, por poner un ejemplo de los más extremos —y de los de linaje más innoble y execrable—, a los niños supervivientes de los campos nazis de exterminio, a los niños soldado, a los que son víctimas de las guerras en general), aquel, decimos, que padece algún infortunio y contempla por un tiempo el verdadero e inexorable rostro de la gran dama de negro, no puede volver a ser el mismo, por fuerza ha de verse condicionado de allí en adelante por aquella pavorosa visión, siendo una de las consecuencias más inmediatas de esta experiencia un salto cualitativo en su estado de madurez, un paso de gigante en su evolución hacia la edad adulta.
Muchos pueblos primitivos, de hecho, han marcado este paso a la edad adulta, sobre todo para los varones, mediante el cumplimiento de un rito relacionado con la muerte: enfrentarse con un león armado sólo con una lanza, arrojarse al vacío con los tobillos atados a una liana desde una vertiginosa altura6, soportar heridas y aun mutilaciones, etc, poniendo a prueba el valor del joven inmaduro al enfrentarlo, sin que haya mayor necesidad, al sufrimiento y a la muerte. Sin duda, desde una óptica civilizada, estas prácticas pueden parecernos algo bárbaro y salvaje, pero no debe ignorarse que en el fondo entrañan una gran sabiduría, siendo fruto de una larga tradición, a veces milenaria. Y aunque no resulten aptas, obviamente, para llevarse a cabo en una sociedad moderna y avanzada, sí me parecen lo suficientemente elocuentes, atendiendo a sus previsibles resultados, como para demostrar lo determinante que es la muerte, el riesgo efectivo de sucumbir a ella, para la inmediata evolución del sujeto inmaduro, al impedir que éste pueda eludir en modo alguno el enfrentamiento directo con la más cruda realidad que condiciona a todo ser humano, esto es, el conocimiento de que la muerte, como posibilidad, siempre está ahí, que nadie es inmune a ella y que en cualquier momento, hoy, mañana, dentro de una semana, un mes..., no necesariamente al cabo de un gran número de años, también puede alcanzarnos, sin que haya escapatoria ni remedio posible una vez que por fin se ha adueñado del cuerpo y el alma ha expirado.
Este conocimiento tan simple, vuelvo a insistir, el hecho de enfrentarse a esta verdad inconcusa y pensar en ella —no digo que a todas horas, pero sí con cierta frecuencia—, el no ignorarlo y tenerlo presente tanto en los momentos decisivos como en el transcurso de la cotidianeidad es de máxima importancia, se revela como algo primordial para que, tanto el varón como la mujer maduros, es decir, cualquier persona que haya superado la edad de los juegos infantiles y de los ensayos y tanteos de la juventud (antes no sería ni natural ni adecuado), logre vivir una vida plena y de acuerdo con sus auténticas posibilidades o, dicho de otro modo, para que pueda vivirla con la debida emoción e intensidad.
La probabilidad de que cada día pueda ser el último de nuestra vida, por poco previsible que parezca, es algo que, en rigor, nadie puede descartar. No obstante, la actitud de plantearse seriamente dicha probabilidad, lejos de suponer una complicación inútil o un padecimiento innecesario —habida cuenta de que se trata de algo de por sí irremediable, que no dejara de acaecer, hagamos lo que hagamos por evitarlo—, si bien es comprensible, en principio, que genere cierta tensión, temor o inquietud por lo que, en efecto, vaya a ser de nosotros, también lleva implícita y promueve, en compensación, la idea de que cada día es un regalo, un bien por el cual es preciso dar gracias, algo en sí mismo muy valioso que no conviene desperdiciar, por la misma razón que cualquier cosa de por sí apreciable, si consideramos que es, no ya escasa en su género, sino la última, eleva naturalmente, hasta límites que justo antes no se nos hubiera ocurrido sospechar, nuestro nivel de estimación. Y esto es algo que concierne no sólo a la valoración que podamos hacer de nuestra particular existencia, sino además, y en grado sumo, a la manera de encauzar nuestros propios afectos, pues el hecho de caer en brazos de la muerte comporta indefectiblemente el fin —y, por consiguiente, la caducidad— de nuestro mundo afectivo, es decir, de todo aquello, ya sean seres animados, lugares u objetos inanimados a los que amamos, que, presumiblemente, jamás volveríamos a ver.
Ahora bien, a estas alturas alguien podría alegar que mantener en el tiempo esta visión fatídica —la de nuestra propia muerte— sin ningún tipo de atenuantes excede la capacidad de sufrimiento del común de los mortales, que la angustia y el sentimiento generados dificultan o directamente imposibilitan que algo así sea soportable. Es posible que hasta cierto punto sea cierto, no lo niego. La verdad duele y, en consecuencia, no siempre se muestra habitable. El existencialismo de un Dostoyevski o el sentimiento trágico de la vida de un Miguel de Unamuno, verbigracia, dan buena cuenta del dolor que ha supuesto para algunas mentes destacadas del pasado el hecho de tener valor para enfrentarse a esta verdad e intentar convivir con ella. Sin embargo, yo creo que el reto es posible, que la idea de la muerte también puede ser habitada, siempre y cuando seamos capaces de compaginar lo que ésta tiene de incontrovertible (para dotar a nuestra vida de la debida emoción e intensidad, como venimos apuntando) con lo más noble y elevado que posee el hombre. ¿Qué puede ser esto último? Tan solo, acaso, una ilusión. Por supuesto, no cualquier ilusión, y mucho menos una ilusión de aquellas que se complacen en negar o disfrazar la realidad: en tal caso se trataría tan sólo de una huida o de un gesto comparable al de esconder la cabeza como el avestruz. Lo que hace compatible, en mi opinión, y soportable la idea desnuda de la muerte es otra idea sustancialmente comprometida con la vida, la cual únicamente tiene sentido y se vive en el presente: de ahí su efectividad. No es el momento ahora de extenderme, pero, como ya alguien puede haber imaginado, esta otra idea tiene mucho que ver con el amor.
- Casos como el de Kaspar Hauser, el niño salvaje que se hizo célebre en la Europa del XIX (su enigmática biografía ha sido llevada al cine, a mi juicio con magnífico resultado, por el director alemán Werner Herzog), dan testimonio de las devastadoras consecuencias que el aislamiento y la falta de aprendizaje de un idioma tienen sobre el desarrollo intelectual de un ser humano, cualquiera que sea el nivel de inteligencia «natural» que pueda poseer.↑
- A este respecto, quisiera llamar la atención sobre la asombrosa facilidad con que un niño aprende su lengua materna. De acuerdo que un bebé suele tardar aproximadamente un año en balbucir sus primeras palabras y otro más, quizá, en aprender a combinarlas para formar sencillas frases, pero, a poco que lo pensemos, este proceso no deja de tener algo de maravilloso por la naturalidad y la manera espontánea en que se produce, sin que el individuo haya de realizar ningún esfuerzo y sin que sea necesario el menor acto de voluntad; al contrario de lo que ocurre si ese mismo individuo intenta aprender cualquier idioma una vez superado cierto umbral que tiene la infancia. Paradójico. Un prodigio de los muchos que se dan en la naturaleza.↑
- Con la peculiaridad, como ya hemos visto, de poder hacerlo racionalmente, relacionando este descubrimiento —reconocimiento, si se quiere— con todo lo aprendido en su experiencia anterior.↑
- Nuevamente la inmadurez de Don Juan y su «Largo me lo fiáis». En general, la actitud típica y característica del sujeto inmaduro que se tapa los oídos ante las advertencias y prevenciones de quien, en nombre de la prudencia y la cordura, le sugiere un cambio de rumbo o una rectificación. Algo a lo que, por supuesto, dicho sujeto se siente ajeno o refractario, no porque el resultado de obstinarse en su actitud no le parezca temible, sino porque el plazo para que se cumpla el mal que le auguran (que en substancia, acaso, sí teme) se le antoja muy lejano. No es tanto la voluntad valiente y decidida de quien comprende y asume las consecuencias de sus actos como el comportamiento infantil e irresponsable de quien se niega a reconocer un peligro por el simple hecho de no tenerlo delante: el primero, dando indicios de entereza y madurez, sería capaz de mantener su actitud en cualquier caso; el segundo, como actúa a la ligera, sin haber medido seriamente las consecuencias, dudaría y muy probablemente estaría dispuesto a rectificar si llegara a «verle las orejas al lobo», como se suele decir.↑
- Exactamente en el mismo sentido que habitualmente suele otorgar al término Julián Marías, el insigne discípulo de Ortega.↑
- Por lo visto, este rito se sigue practicando en la actualidad. No hace mucho tuve ocasión de ver un documental sobre el tema donde los autores conviven con los aborígenes y graban unas espectaculares imágenes de la ceremonia. Según esas imágenes, todos los varones adultos de la tribu que así lo desean participan en los saltos, pero para los jóvenes que lo hacen por primera vez el salto tiene un claro carácter iniciático y marca su entrada en la edad adulta. El rito se denomina nagol (o nanggol, o gol) y para ello se construye una torre a base de troncos entrelazados con una altura de 20 o 30 metros, se disponen pequeñas plataformas a diferentes alturas y ya depende del valor de los participantes el decidir saltar desde una u otra. Obviamente, los que se inician no suelen escoger la más alta. Además de como rito iniciático, la ceremonia, que se celebra todos los años entre abril y junio, sirve para asegurar que se produzca una buena cosecha (Wikipedia [en inglés]).↑
6 comentarios:
Amigo Carlos,
En esta reflexión se ha situado Vd. entre los grandes pensadores de mediados del XX, remitiéndonos también a las hondas reflexiones de los sesudos Griegos, a los que no se les escapó prácticamente nada, sin omitir a los grandes lingüistas de finales del XIX y comienzos del XX, que vieron, y dejaron demostrado, que el mundo y su visión son conformados por el pensamiento, y éste, a su vez, lo es por la palabra, queriendo con ello significar que la palabra crea el mundo y lo reviste en forma de ideas.
En cuanto a la idea de la muerte y nuestra capacidad para convivir con ella, bien poco puedo añadir yo a lo dicho por Vd.: pues eso, que es una maravilla.
No obstante, como yo no puedo refugiarme en una idea de la vida después de la muerte, me voy a refugiar en uno de los míos, en Sócrates:
La Muerte no existe, o si existe, es como si no existiera, porque, cuando estamos nosotros, no está la Muerte, y, cuando está la Muerte, ya no estamos nosotros. Es éste uno de los motivos por los que no hay que temerle a la Muerte.
También saco una lectura muy positiva de su escrito: tenemos motivos más que suficientes para amar a la Vida y amarla más cada día, porque es un don precioso que hay que saber cuidar y conservar.
Mi admiración y un gran abrazo, amigo Carlos.
Antonio
Ha captado usted admirablemente la esencia de mi pensamiento con respecto a la muerte. Le voy a contar algo muy personal. En el circulo de personas que me conocen o con quienes convivo en alguna medida es sabida la absoluta aversión que siento hacia el hábito del tabaco. Pues bien, a lo largo de los años y en ámbitos diferentes, es bastante común que algunas personas, principalmente fumadores, reaccionen con una actitud de risa o menosprecio, en el sentido de restarle importancia a las consecuencias del simple acto de fumar. Dicha actitud suele verterse en expresiones coloquiales del tipo "si no fumas, ni bebes, ni vas con mujeres (entiéndase prostitutas), ¿para que vives?: mejor te pegas un tiro". También es habitual que te salten con que "a lo mejor te mueres tú antes que yo" o con que "Carrillo lleva toda la vida fumando como un cosaco y ahí le tienes...", etc., etc. Me consta que a muchos esta actitud mía les parece la de un pusilánime, poco viril o cobardón que teme a la muerte; gente miope que no puede concebir que en realidad es todo lo contrario: un puro e ilimitado amor a la vida.
El hecho de morir prematuramente no significaría para mí en modo alguno un fracaso o el reconocimiento de que hice mal en no haberme dado el gusto de entregarme a ese hábito malsano, sino la asunción de una realidad para la que llevo años preparándome con el propósito de, llegado el momento, ser capaz aceptarla con entereza y naturalidad. Cuando alguien ama de verdad no puede atentar contra la integridad de aquello que ama y mucho menos a cambio de un placer completamente egoísta. Si uno ama la vida, como si ama a una mujer, a un hijo, a una madre o a un amigo, la integridad de aquello que ama tiene que estar por encima de uno mismo, sino no hay amor que valga. Y se da la circunstancia de que para amar la vida hay que amarse a uno mismo, porque no es posible mi vida sin mí. Cuando alguien destruye o atenta contra lo que ama da pruebas de estar utilizando precisamente aquello que ama para unos fines ajenos al amor: el amor siempre aspira a perpetuarse, a ser y existir; cuando esta aspiración desaparece es que ha desaparecido el amor.
Fíjese que este amor que siento, amor a la vida, es tan radical que yo, sistemáticamente, aparto de mi existencia, tarde o temprano, a las personas que considero probado que no la aman. Yo no podría convivir íntimamente, cercanamente, por mucho tiempo, con alguien que no ame la vida; eso sería "conmorir" no convivir. Para eso prefiero estar sólo; ya sabe usted lo que dice el refrán.
En cuanto a la cita de Sócrates, le confieso que es una de mis preferidas, que la tengo siempre presente y que, si bien es capaz de conjurar el miedo a lo que pueda haber más allá, no hace más que acrecentar mi nostalgia por
"...haber de dejar deshabitado
cuerpo que amante espíritu ha ceñido.
Desierto un corazón, siempre encendido,
donde todo el amor reinó hospedado".
La cita, por supuesto, es de Quevedo, no sé si conoce el soneto; ya quisiera yo llegar a componer versos así algún día.
Si es tan amable, para terminar, dígame, si es posible, de cuál de los diálogos procede la cita de Sócrates, para comprobarlo y fijar su nombre en la memoria, pues hasta ahora yo creía que la cita era de Epicuro o, al menos, que a él estaba atribuida.
Un cordial saludo y que disfrute de sus vacaciones (a ver si a la vuelta nos sorprende con imágenes de otro viaje, como en años precedentes).
1/2
Amigo Carlos,
paso a contestar a su comentario, dentro de lo posible a mis conocimientos, anticipándole que el tema daría para mucho, y para una grande investigación.
Cuando yo escribo lo siguiente, no estoy citando a Sócrates, porque, entre otras cosas, Sócrates no dejó nada escrito, y ha sido Platón quien nos ha transmitido sus enseñanzas. En este sentido, hay que entender la frase como una interpretación mía de lo que Sócrates podría pensar. Por otra parte, Vd. conoce perfectamente que yo, cuando cito a un Clásico, doy la referencia correspondiente, siempre.
La Muerte no existe, o si existe, es como si no existiera, porque, cuando estamos nosotros, no está la Muerte, y, cuando está la Muerte, ya no estamos nosotros. Es éste uno de los motivos por los que no hay que temerle a la Muerte.
Lo que podemos leer en Platón (Apología de Sócrates) es lo siguiente, siendo Sócrates el que tiene la palabra:
Pour moi, c’est peut-être en cela que je suis différent de la plupart des hommes ; et si j’osais me dire plus sage qu’un autre en quelque chose, c’est en ce que, ne sachant pas bien ce qui se passe après cette vie, je ne crois pas non plus le savoir ; mais ce que je sais bien, c’est qu’être injuste, et désobéir à ce qui est meilleur que soi, dieu ou homme, est contraire au devoir et à l’honneur. Voilà le mal que je redoute et que je veux fuir, parce que je sais que c’est un mal, et non pas de prétendus maux qui peut-être sont des [29c] biens véritables.
Platon
Apologie de Socrate
(Traduction de Victor Cousin, 1822)
http://www.ac-nice.fr/philo/textes/Platon-Apologie.htm
Respecto a mí, atenienses, quizá soy en esto muy diferente de todos los demás hombres, y si en algo parezco más sabio que ellos, es porque no sabiendo lo que nos espera más allá de la muerte, digo y sostengo que no lo sé. Lo que sé de cierto es que cometer injusticias y desobedecer al que es mejor y está por cima de nosotros, sea Dios, sea hombre, es lo más criminal y lo más vergonzoso. Por lo mismo yo no temeré ni huiré nunca de males que no conozco y que son quizá verdaderos bienes; pero temeré y huiré siempre de males que sé con certeza que son verdaderos males.
Origen de la traducción:
http://es.wikisource.org/wiki/Apolog%C3%ADa_de_S%C3%B3crates
Como bien dice Vd., la siguiente frase se atribuye a Epicuro, sin que me haya sido posible a mí, hasta ahora, encontrar el origen donde se encuentra documentada, pero podemos estar de acuerdo en que coindice con el pensamiento de Epicuro, y no hay ningún problema en atribuírsela. Si yo me referí a Sócrates, es porque es unos años anterior a Epicuro y fue, según me consta a mí, el que se enfrentó primero con el problema de la muerte de una forma seria y filosófica.
"La muerte es una quimera: porque mientras yo existo, no existe la muerte; y cuando existe la muerte, ya no existo yo."
"La muerte, temida como el más horrible de los males, no es, en realidad, nada, pues mientras nosotros somos, la muerte no es, y cuando ésta llega, nosotros no somos."
"¿Por qué temer la muerte?, si mientras existimos, ella no existe y cuando existe la muerte, entonces, no existimos nosotros."
Fuente de la información:
http://es.wikipedia.org/wiki/Epicuro
Si queremos abundar en el mismo tema, habría que recurrir a Lucrecio que, doscientos años después, en su De rerum Natura [Sobre la Realidad], hace un ataque frontal a todo tipo de creencia en ultratumba y a todo tipo de Religión, y no podemos perder de vista que fue Lucrecio el que nos transmitió el pensamiento de Epicuro de forma más completa.
2/2
Resumiendo:
1. Sócrates piensa sobre la imposibilidad de conocer lo que hay tras la muerte y reconoce su ignorancia.
2. Epicuro insiste en la incongruencia de los miedos infundados.
3. Lucrecio ataca directamente lo qui considera creencias irracionales y nocivas.
Amigo Carlos, espero haber sido capaz de aportar algo de luz a este tema tan tenebroso.
Le envío un afectuoso saludo.
Antonio Martín Ortiz
Muchas gracias, amigo Antonio. Queda todo aclarado, y me alegro mucho, pues, si bien se puede asimilar el pensamiento de Sócrates en ciertos aspectos con el de Epicuro, es mejor como queda ahora expuesto, para evitar confusiones: de este modo ya nadie podrá tomar como cita —yo he sido el primero en caer en el error— lo que en realidad era una libre interpretación suya.
Un abrazo.
fdskslñdkfszkdlñaskvfxniodfudnjfdgjfdnvkñfdsnkljfoweiruiowerfuweiquytrhjvsfdjhefyefhdjlfueoirueji!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!! AMO A JUSTIN BIEBER PORQUE SOY BELIEBER!!!
Publicar un comentario