Este sintagma, «el fin del mundo», asociado a un cuantioso número de profecías apocalípticas, durante milenios ha bastado para llenar de espanto a muchos de nuestros antecesores, cuando el ser humano, como especie hegemónica en el planeta, aún carecía de potencial para llevar a cabo semejante hazaña.
Hoy, cuando el común de los mortales no necesita recurrir a la intervención de un poder sobrenatural para imaginar una catástrofe que acabe con la vida en nuestro planeta; o, al menos, ahora que todos podemos ser conscientes de la capacidad destructiva y la sofisticación a la que hemos llegado a este respecto, no creo que hayan cambiado mucho las cosas, sin embargo, en cuanto a la postura que cabría adoptar frente ese hipotético «fin del mundo».
Todas las actitudes posibles ante la perspectiva, real o imaginaria, de tal acontecimiento estarían, en mi opinión, directamente relacionadas con el grado de madurez o, para decirlo con mayor exactitud, con el grado de asunción de la idea de la muerte que cada uno tenga en particular.
No en vano todos tenemos que morir. El mundo, como lugar donde se desarrolla nuestra vida y tenemos conciencia de nuestra existencia, ha de acabarse un día para todos y cada uno de nosotros, sin que haya remedio ni posible excepción. Esta es, acaso, la mayor certidumbre que, como criatura dotada de razón, posee el hombre. ¿A qué temer, entonces, ese dudoso «fin del mundo», si el sólo hecho de nacer conlleva una condena que ha de cumplirse indefectiblemente, como máximo, en el límite de los márgenes naturales establecidos, pero que puede ocurrir mañana o dentro de tan sólo unos instantes? ¿Por qué habríamos de temer más el fin de toda la humanidad que nuestro fin individual, si para nosotros, de una manera, si se quiere, completamente egoísta, el resultado va a ser el mismo?
Otra cosa es que nos paremos a considerarlo, mientras vivimos, y sintamos compasión —que puede ser infinita— por la humanidad. Si poseemos cierto grado de cultura, como miembros de una sociedad civilizada, y la suficiente conciencia histórica y sensibilidad como para que nos preocupe la eventual extinción del lince ibérico o para lamentar lo que les sucedió a los dinosaurios ¿cómo no habría de afectarnos el destino del hombre como especie? Por supuesto que sí. Es algo que no debiera dejar a nadie indiferente. Pero, para cada uno de nosotros, incluso para la persona más apasionada y emocionalmente implicada en la causa de la humanidad, Foto: © Chicote CFC¿cuál sería la diferencia, una vez traspasado ese umbral del que nadie regresa, si para entonces habrá desaparecido toda conciencia del bien y del mal, del sufrimiento o del placer, del simple hecho de existir? No es que nos vaya a dar igual todo, es que ya no seremos, careceremos de la necesaria entidad para dar forma a una sola idea o pensamiento y, por consiguiente, para experimentar ningún sentimiento ya sea por la humanidad o por cualquiera otra cosa.
Así pues, si aceptamos que la muerte nos afecta en igual medida, en cuanto a sus consecuencias, independientemente de cómo y en compañía de quien muramos, parece lógico pensar que aquellas personas que se aterran ante la posible inminencia de un hipotético fin del mundo no lo hagan porque les preocupe, en primer lugar y por encima de todo, la humanidad, sino, simplemente, por no haber previsto su propia muerte o haber estado ignorando esta posibilidad.
Se vive demasiado superficialmente. Muchas personas no maduran ni son capaces de vivir sus vidas con plenitud, malgastan su tiempo indolentemente por ese extendido afán de evitar el sufrimiento a toda costa, tan en boga en nuestros días, que nos lleva a apartar de nuestra mente, eludiéndola en todo momento —o, al menos, en lo posible—, la idea de que tenemos que morir. Los que mueren siempre son los otros, a nosotros no nos toca y para que nos toque todavía queda mucho, ¿por qué habría de preocuparnos? El problema es que cuando te anuncian la proximidad del fin del mundo no hay escapatoria, todo ese parapeto se desmorona y no hay excusa para no pensar en tu propia muerte porque ese «fin» te atañe a ti tanto como a los otros.
Recuerdo que cuando éramos muy jóvenes, más bien adolescentes, alguna vez que saliera a relucir el tema entre los amigos del barrio —porque habíamos visto una película o a alguién se le había ocurrido comentarlo—, lo más común es que nos pusiéramos a fantasear sobre todo lo que haríamos llegado el caso; generalmente, entregarnos a todo tipo de excesos, en una especie de barra libre donde sólo importara la obtención de algún tipo de placer y la renuncia al cumplimiento de cualquier deber u obligación, todo ello envuelto en un ansía enorme de gozar cada instante y no acabar nuestros días sin haber consumado los deseos que nos estaban más vedados o aquello que por respeto a las normas o conveniencias solíamos reprimir y posponer. Ya sé que es patético. Aunque salta a la vista que solo éramos unos críos.
Foto: © Chicote CFCMe preocupa más cuando observo ese tipo de actitudes, o parecidas, en personas que ya dejaron atrás su juventud. Me pregunto qué estarán haciendo de sus vidas. No es que me importe en exceso, pero no puedo evitar sentir algo de lástima o conmiseración. Me gustaría poder decirles que se debe pensar en la muerte con alguna frecuencia, como la cosa más natural del mundo, sin demasiada angustia, para ir encauzando la vida de manera que, cuando llegue el momento y sintamos la certeza de nuestro fin, podamos estar preparados y nos hallemos en paz. Disponer y organizar nuestro tiempo de una manera acorde con nuestro destino, sin dilapidarlo inútilmente; prestar mayor atención a lo que en verdad merece la pena, aquello que nos haga sentir bien, a ser posible, en armonía con nuestros semejantes y con la naturaleza. No demorar la expresión de nuestros afectos ni la realización de aquello que más nos conviene o interesa. Tener siempre presente que el tiempo de que disponemos es muy escaso, si se observa desde un elevado punto de vista; que es una suerte poder disponer de él y llegar a disfrutarlo, ya que, como seres únicos e irrepetibles que somos, no parece verosímil que vayamos a tener una segunda oportunidad.
Síntoma inequívoco de inmadurez y claro indicio de andar errando el camino, acaso sea el arranque súbito de pánico que provoca la idea de un inminente fin del mundo.
4 comentarios:
Bien, pero yo muchas veces viendo el egoísmo que vertimos los humanos, a veces he fantaseado que el fin del mundo seria bueno, porque ningún ser ha habido en la historia que haya superado el daño que los humanos nos hacemos a nosotros mismos y a nuestro planeta. O tal vez sí...
Eso sí que sería lo que se dice pagar justos por pecadores. Yo no me considero tan pesimista. Creo que hay mucha gente buena o que actúa de buena fe. El problema es que la maldad no suele pasar desapercibida, generalmente deja un rastro que es difícil de ignorar. Por ejemplo, si pasan por delante de tu casa cien personas durante un día y sólo una arroja una piedra y te rompe el cristal de una ventana tú puedes no enterarte siquiera de las noventa y nueve que pasaron apaciblemente, pero de la que te hizo el daño te enteras, aunque te pese. En realidad creo que muy pocos pueden hacer mucho daño a la mayoría. Quiero pensar que es así. Y en tal caso no sería justo que la mayoría pagase por lo que hicieron unos pocos.
Pensemos que tuvieras razón y que lo que flote sea la mierda; más pesimista soy yo que creo.que se hace mucho daño por ignorancia, y mientras las personas sigan sumidas en ella, la humanidad estará condenada, cómo en el presente lo está.
Deduzco de tus palabras que concedes un mínimo margen a la esperanza. Dejemos, pues, el mundo como está. Tal vez en el futuro se consiga que haya menos ignorancia. Convendrás conmigo que con la destrucción del mundo se acabaría toda esperanza.
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