domingo, 18 de agosto de 2013

Los engaños de la fama

No sin razón alguna pintaron los gentiles a la Fama como a una diosa con múltiples ojos, bocas y orejas1, dispuesta a difundir a cualquier hora y en todas direcciones cuanto la común opinión de las gentes da por cierto, aunque la Verdad y la Justicia declaren no conocerlo en absoluto o acaben demostrando, con el tiempo, que la cosa no era para tanto. Voluble e irreflexiva a la hora de distribuir sus bienes, poco dada a examinar los hechos o comprobar las fuentes, como criatura impulsiva e indiscreta, le trae sin cuidado ser ecuánime y distinguir a cada cual según sus merecimientos:Pheme, Robert HenzeFoto: Brunswyk todo su afán consiste en extender sus nuevas y discursos con un entusiasmo no exento de alborozo, al son de fanfarrias y trompetas, atenta a la originalidad, manía o moda del momento; amiga de grandes primicias y propensa a difundir cuanto el vulgo considera novedoso o extraordinario, aunque en realidad no valga un pimiento.

Así pues, el primer y más cumplido engaño que cabe atribuir a tan mudable dama es la facilidad con que encumbra a sus favoritos y elegidos, otorgándoles dádivas y beneficios que vienen a durar, por el poco mérito o sustancia que acredita quien los disfruta, lo que dura la espuma en la cresta de la ola: crece rápido la fortuna de quien recibe el impulso —o el soplo— de la diosa, pero, cuando la condición del sujeto —o su aportación— es tan vana como la materia que aquella aprisiona en sus burbujas, pronto, al igual que la espuma se desvanece en el seno del océano, se estrella con ímpetu contra las rocas o se funde dócilmente con la arena de la orilla, la aureola de la Fama, con todo lo que lleva aparejado, se disipa, más o menos morosamente, de manera más o menos súbita, violenta o progresiva; aunque de modo infalible, porque allí donde la naturaleza no encuentra un principio sólido en que asentarse, un valor o un fundamento suficientes, nada dura.

Cuántos que se vieron en la cima del éxito más clamoroso e imprudentes se ufanaban del trato privilegiado que les había deparado el destinoFaded laurels, Edmund Blair Leighton se encontraron a la vuelta de pocos años, tal vez de un año para otro, ignorados de aquel público que con fervor les aclamara. Cuántos que, siendo algo más venturosos, se dispusieron al sueño eterno con la complacencia de sentir aún en sus oídos el agradabilísimo run run de la Fama —gozando, por tanto, del reconocimiento y la admiración de sus contemporáneos—, desconocían que al poco tiempo —relativamente— de su muerte su recuerdo iba a esfumarse por completo de la memoria colectiva, confirmando así que las modas y las gentes pasan y que las generaciones y épocas sucesivas no iban a pagarse, en su caso, ni mucho ni poco de lo que en su momento tanto habían celebrado y aplaudido.

Johann Sebastian Bach, aunque gozó en vida de un enorme prestigio como organista y clavecinista, no lo obtuvo tanto por su labor como compositor. Perteneciente a una destacada saga familiar de músicos, resulta curioso que en su vejez el apellido Bach Bach playing the organ. British Museum.se asociara antes con su hijo Carl Philip que con él mismo y que después de su fallecimiento su figura acabara sumergiéndose en un olvido cada vez mayor, que llegó a ser casi total, hasta que, ya en pleno periodo romántico, destacadas personalidades, como Mendelsson, se interesaron por su música y empezaron a rescatarlo. Es decir, durante muchas décadas el inconmensurable Bach, el genuino, el hoy considerado genial compositor y uno de los más excelsos de la historia, a la altura de un Mozart y un Beethoven, al poco de morir sólo era conocido y apreciado por un estrecho círculo de músicos y compositores, principalmente sus alumnos y sus hijos, nada más2. Telemann, sin embargo, músico contemporáneo —y amigo personal— de Bach, fue muchísimo más famoso en vida y siguió siéndolo algunas décadas más después de su muerte, pero ¿a quién, que no sea un especialista o esté familiarizado con la música barroca, le suena hoy el nombre de Telemann? Caprichos de la fama.

Portrait d'un jeune musicien«Retrato de un joven músico»
de autor anónimo, antes titulado
«Retrato de Mozart» y atribuido a
Joseph Siffrein Duplessis
Y ¿qué decir de aquellos autores y artistas que han impreso su nombre con letras de oro en el libro de la Fama, dejando huella indeleble en el más sublime de sus capítulos, el de de la Posteridad, que al ir a dejar este mundo lo abandonaron en la más absoluta de las miserias o no terminaron en su vida de sufrir penurias y pasar necesidades? ¿No es esto engaño, fraude, ironía cruel? ¿De qué modo recompensó la Fama su titánico esfuerzo y el producto de su fina inspiración? Su talento para llevar a cabo esas obras extraordinariamente útiles o bellas, las cuales hoy reconocemos de valor incalculable y consideramos patrimonio de la humanidad, ¿cómo fueron retribuidas? Tan grande ingenio ¿cómo les aprovechó? ¿Por qué la veleidosa dama se acuerda de ellos cuando ya no pueden verlo ni sentirlo y mucho menos gozarlo, dejándoles morir en la incertidumbre de si el vigoroso fruto de su espíritu se perdería o no para siempre en el más profundo olvido?

En fin, llegado el momento de concluir este recorrido por las arbitrariedades y desatinos de la Fama ¿cómo no referirme a la falsa o espuria, la que es usurpada, comprada, vendida, etcétera? Prueba de extrema inconsistencia y vanidad es la facilidad con que da crédito al farsante o coopera en la apropiación del talento e inspiración ajenos. ¿Por qué presta oídos a expertos y eruditos cuando por error atribuyen la autoría de cualquier obra a quien no corresponde y con frecuencia hemos de ver que fueron precisos muchos lustros, acaso cientos de años, para que alguien enmendase el desatino? ¿Y si esto nunca ocurre? ¿Cuántas obras habrá en los museos o descansarán en los anaqueles de nuestras bibliotecas pasando por ser de tal o cual autor siendo de otro? El mismísimo Shakespeare —ahí es nada— arroja serias dudas y continúa promoviendo, desde su misma época, el debate sobre quién era en realidadEarly Reading of Shakespeare, Solomon Hart. Y del plagio ¿qué diremos? ¿Por qué esta señora da alas al que se apropia indebidamente del fruto que otro ha logrado invirtiendo todo su talento y, a menudo, muchísimo esfuerzo? ¿Por qué permite, en ocasiones, que se lucre o que alcance gloria este que carece de escrúpulos mientras el autor legítimo es ignorado? Igual consiente que haya «negros» que escriben una obra a cambio de exiguo estipendio mientras otros la firman y acaparan todos los créditos y se adueñan de su suerte. Cualquier ardid, cualquier estafa o fingimiento tienen lugar con el beneplácito de la diosa. Si con alguna asiduidad el auténtico talento es recompensado es porque la Justicia y la Verdad se abren paso a codazos entre la multitud, que vive nutriéndose de mediocridades y pendiente de las apariencias, o porque hay una minoría suficientemente despierta que consigue atraer al rebaño —puede que esta minoría, sin más, sea bastante recompensa para muchos—; aunque, al fin y al cabo, todo dependa de otra diosa, Fortuna, que, mediando el Tiempo y con la cooperación de otras divinidades, como las ya mencionadas más arriba, junto con la Equidad, la Razón, la Honestidad, etc. decide el cuándo, el cómo y el dónde ha de producirse el reconocimiento, aunque, como queda dicho, el interesado ya no se halle para verlo y poder disfrutarlo en este mundo.


  1. Así en Virgilio, Eneida, IV, 173-188.
  2. Fuente: Wikipedia.

2 comentarios:

Carlos Murray Quiñones dijo...

Muy interesante tu texto y graficado de una manera entretenida con los ejemplos que propones. Te felicito, ha sido un gusto leerte.

Chacien dijo...

Gracias