La vida, como fenómeno biológico y desde un punto de vista estrictamente científico, se manifiesta de forma muy variada sin que para su nacimiento y desarrollo suponga ningún impedimento la falta de ilusión. Por el contrario, basta con que se den determinadas condiciones, muy reales y concretas, en un entorno favorable, para que la vida prolifere. En este sentido, habremos de convenir que cualquier organismo que sea capaz de nutrirse, reproducirse y relacionarse estará vivo, aunque carezca, no sólo de conciencia —y, por consiguiente, de la posibilidad de ilusionarse—, sino de cualquiera de los sentidos corporales, y aun de todos ellos.
Nosotros, sin embargo, como seres humanos, sí que tenemos, al menos, cinco sentidos y, en general, plena conciencia de nosotros mismos y de la realidad que nos has tocado vivir, por más que cada uno la interprete a su modo y pueda verla como algo totalmente distinto, incluso si se dan las mismas circunstancias y aunque se trate de personas de parecida o idéntica condición. Esto está directamente relacionado, en mi opinión, con el grado y el género de ilusión con que cada cual asume su papel en ese entorno tan personal y relativo que denominamos «la realidad».
A decir verdad, la ilusión es un componente tan básico en nuestras vidas que me atrevería a afirmar que sin ella la vida humana verosímilmente no puede existir. No es, obviamente, que en tal caso alguien, mientras aún mantenga sus constantes vitales, haya muerto —cualquier facultativo podría certificar lo contrario—, pero sí que habría visto reducida su condición a un estado de embrutecimiento —de deshumanización— similar al que exhiben tantos seres menos evolucionados que nosotros cuyo horizonte no llega habitualmente más allá de la propia conservación y la de su especie; con el añadido de que una persona desilusionada, mientras conserve el juicio —esto es, la facultad de razonar—, se caracterizará, sobre todo, cruel y significativamente, por haber perdido el deseo mismo de vivir.
Sin duda, cabría decir que para la persona sin ilusión la vida carece de sentido, precisamente, porque reconoce u oscuramente intuye que todo —su vida como proyecto— se ha acabado para ella y que, al no tener humanas expectativas —propiamente, ilusiones—, lo único capaz de sostenerla, más que el deseo o la voluntad clara de seguir existiendo, será el miedo a la muerte o un instinto más o menos vago de supervivencia. Argumentos de escaso valor para quien alguna vez haya discurrido con mayor o menor alegría y complacencia por la esperanzadora corriente de la vida. Así, ocurre con frecuencia que, cuando una persona, con el paso del tiempo o por el motivo que sea, supera ese estado —que, no lo olvidemos, en principio sería algo meramente coyuntural y transitorio que duraría, ni más ni menos, lo que la persona tarde en recuperar la ilusión—, los que acaso hayamos presenciado su abatimiento, ahora contemplaremos su renovado entusiasmo como un auténtico renacer y no dudaremos en afirmar, que, verdaderamente, dicha persona «ha vuelto a la vida». Porque, en conclusión, sólo un ilusionado vivir parece aceptable y a propósito para el género humano. De nuestra predisposición, fortuna y acierto a la hora de crear o adquirir ilusiones, y de nuestra aptitud para creer en ellas, depende en gran medida la dicha que nos es dado alcanzar en el espacio y el tiempo de que disponemos. Si esto es así, quizá merezca que le dediquemos algún que otro pensamiento adicional. Veremos.
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