Hace poco que la trayectoria vital de un hombre, una persona para mí desconocida, se cruzó por breve tiempo con mi propia trayectoria. Desde que coincidimos a la entrada del portal y le abrí con mi llave hasta que le volví a ver un poco más tarde no habría pasado ni media hora; luego, cuando llamó a la puerta, estuvimos un rato hablando en el umbral. En total, menos de una hora en la desmesurada suma de todas las horas que ambos hemos vivido, que en mí produjo una honda conmoción.
No había articulado palabra al abrirle el portal, ni en el corto trayecto hasta despedirme de él, en el rellano de la escalera, mientras quedaba esperando el ascensor. En todo este espacio, si efectuó algún gesto de agradecimiento o cortesía —lo que no me atrevería a afirmar ni desmentir—, habría que definirlo como de apenas perceptible.
Max Estrella (Gonzalo de Castro) y Don Latino de Hispalis (Enric Benavent) en el montaje de Luces de Bohemia de Ramón María de Valle-Inclán dirigido por Lluís Homar en 2012. CDN.Transcurrido un rato (el necesario para completar su recorrido llamando puerta por puerta) pulsó el timbre de casa. Ojeando a través de la mirilla constaté que era él, lo cual no me sorprendió tanto por el hecho de que presumiblemente estuviera pidiendo —algo bastante habitual en los tiempos que corren— como por ver que llevaba algo en la mano, algún tipo de impreso que indudablemente me iba a ofrecer (me extrañaba porque, normalmente, los vendedores o comerciales suelen ser más pulcros en su aseo y atavío). Le abrí la puerta sin dilación y, al presentarse como escritor bohemio y autor de un libro de poemas, me invadió de súbito una enorme desazón y, por decirlo de algún modo, se me cayó el alma a los pies. Venía ofreciendo su poemario (bien editado, en rústica) por un módico precio («negociable», eso sí, hasta el que era, según él, el precio de coste) porque «lo necesitaba». No vacilé ni un instante, tras rogarle que esperara y entornar un poco la puerta, en ir a buscar los 10 € (cantidad ya de por sí bastante modesta) que pedía inicialmente y se los entregué sin regateo.
Toda mi congoja y turbación —demasiado lo sabía yo— procedía de la imagen de desvalimiento que ofrecía y la poco airosa situación en que se hallaba. Por su aspecto me había parecido algo mayor que yo: pelo canoso, barba de muchos días, algo como de cansancio o pesadumbre en el porte... (aunque luego, al leer la solapilla del libro, descubriera que le sobrepaso en un lustro por mi edad). Como espíritu ocasionalmente visitado por las Musas, desde el momento en que se me reveló en su calidad de poeta pasé a percibirlo, primero, como un colega y, enseguida e irremediablemente, como un espectro, sombra o imagen de lo que de mí pudiera haber sido de haber seguido el sendero de renuncia que, según todos los indicios, él había tomado. La bohemia, esa idea básica que aún conserva su halo de romanticismo y sirve, incluso en nuestros días —tenía ante mí la mayor evidencia—, para designar un modo de vida un poco al margen de las convenciones y desvinculado de lo material, donde el artista antepone a todo lo demás su propia «creación», parecía haberse materializado ante mis ojos en la figura de quien me estaba hablando.
La precaria situación en que vivía este hombre, según todas las apariencias, unido al aire de melancolía que emanaba, me hacían sentir una lástima inmensa por quien, supuestamente, estaba inmolando lo mejor de su existencia en el altar de una hipotética consagración artística que le conduciría, si no a un éxito inminente, acaso, cuando ninguna adversidad pudiera ya alcanzarlo, hacia los feraces e inmarcesibles campos de posteridad. Este planteamiento vital, aunque equivocado desde mi particular punto de vista, pudiera tener algún sentido. Lo peor de todo, no obstante, llegó cuando me propuse leer su poemario. Que todos los númenes me perdonen —en primer término los de la poesía— si cometo una injusticia, pero tuve que abandonar la lectura a las pocas páginas porque aquello me parecía trivial, tendencioso, previsible y carente de todo atractivo. Ni la forma ni el fondo llegaban a cautivarme lo suficiente para seguir adelante. Aún intenté abrir algunas páginas al azar, por si encontraba algo que despertara mínimamente mi interés, pero fue inútil. El origen de mi rechazo no estaba en la falta de comprensión: todo se mostraba diáfano, sin que hubiera asomo de hermetismo. Al fin y al cabo, un estilo oscuro e ininteligible podría haber suspendido mi valoración y haberle concedido el beneficio de la duda; pudiera ser que el tesoro de su espléndida creatividad no estuviera a mi alcance. Por regla general, aunque no me atraen las obras impenetrables y no suelo dedicar demasiado tiempo ni esfuerzo a desentrañarlas, ante lo que no comprendo, procuro abstenerme de emitir ningún juicio de valor.
Como seres relativamente libres que somos, continuamente nos vemos en la precisión de elegir (aunque elijamos no hacer nada) y esto es lo que determina la trayectoria de nuestras vidas. Dentro de las limitaciones que nos imponen nuestro entorno y circunstancias siempre hay un margen de maniobra, por pequeño que sea, para el ejercicio de la libertad. Por supuesto, uno es libre, si quiere, de arruinar su vida, y existen muchos modos de lograrlo convincentemente. Uno de ellos puede ser el anteponer el arte a la propia vida.
En el lado contrario, autores tan célebres como Rossini o Rimbaud abandonaron su carrera artística repentinamente. La actriz Greta garbo ejerció ese mismo derecho cuando estaba en la cúspide de su fama mundial. Ningún reproche que hacerles. Al contrario, debemos celebrar lo mucho que nos legaron mientras pudieron y quisieron, y, en lo tocante a su vida personal, nadie tiene derecho a exigirles otra cosa.
El arte, sobre todo en sus manifestaciones más excelsas e inspiradas, podría decirse que tiene algo de sobrenatural, mágico o divino; un soplo o aliento de las potencias más recónditas del espíritu, y, sin embargo, cometemos un error al sacralizarlo en exceso. Surge espontáneamente como producto de una necesidad interior del artista, como fruto de lo que éste viene cocinando en su interior. Muchas de las grandes obras maestras de la humanidad surgieron de manera casual o azarosa al dar salida a aquello que bullía en el espíritu de una persona y no por alguna suerte de imposición o autoimposición. La inspiración llega imprevisiblemente y, aunque hay algo de cierto en que es mejor que nos pille trabajando, es inútil pretender que responda al impulso de nuestra voluntad. Así pues, por mucho que nos impongamos el deber sagrado de escribir y adoptemos el modo de vida «bohemio», por más que nos sintamos un nuevo Mesías y soñemos con elevarnos a la categoría de mitos sagrados de las artes, lo más cierto es que la verdadera inspiración generalmente llega antes a la persona que vive con desapego y es sincero con arreglo a las expectativas de su condición humana. Yo le preguntaría al escritor bohemio si es consciente de que lo que escribe tendrá siempre y en el mejor de los casos una relativa importancia, que la humanidad puede muy bien pasarse sin sus escritos o los de cualquier otro y, por último, que su vida, única e irrepetible, es lo realmente sagrado y valioso que ni él ni nadie debería obstinarse en desperdiciar.
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